jueves, 26 de agosto de 2021

CÓMPLICES INOCENTES



 CÓMPLICES INOCENTES

“En medio de un sobrado silencio bajan al solar, saben que si salen de la vivienda es una decisión sin vuelta atrás, Ariel no tiene llave de la entrada. Abren el portón que mira a la calle. Corre un viento fresco sin llegar a frío. El aire apesta viciado, a retrete. Se paran en el quicio de la puerta, aún vacilantes. Chuy aferra el brazo de Ariel, tiene miedo, se asume presa del desasosiego que llega al tomar una decisión. Ariel voltea hacia el interior de la oscurecida vivienda, en el pretil del barandal de la escalera observa la figura erguida del abuelo Abraham, muerto años atrás. Afuera la noche con todas sus incertidumbres. No transitan autos. Las farolas apenas iluminan la calle, producen una luz amarilla, enferma. Ese marco los aguarda, un paso al frente y, en un último esfuerzo de resistencia, con el mayor cuidado, cierran la puerta. Están en la vía pública. Es septiembre”.

 

Cómplices inocentes es la narración de una aventura infantil vivida por Ariel, David y Jesús, experiencia que sucede en el transcurso de las 24 horas el día del décimo cumpleaños del primero. Es también una lección de madurez en la vida de estos niños. Al mismo tiempo, es el relato de secretos, carencias y costumbres de tres familias disímbolas, relacionadas por el vínculo de la sólida amistad de los menores.

 

Mauricio Yáñez (Ciudad de México, 1965), con esta su segunda novela, logra atrapar al público mediante una prosa ágil, directa, cruda, al retratar el entorno social de un barrio ubicado en los límites geográficos de la capital del país en el año de 1973.

 

jueves, 8 de julio de 2021

CEREMONIA DE CLAUSURA

 Ceremonia de Clausura. Generación 1998-2002

Ciudad de México, 15 de noviembre de 2002

 


Hist. Gumercindo Vera

Coordinador de la Lic. de Historia/ENAH

 

Estimadas Alumnas y Alumnos que hoy egresan

 

Señoras y Señores

 

Amigos todos:

 

En primer término permítanme expresarles el beneplácito y el honor que me resulta compartir con todas y todos ustedes esta noche en la que, una nueva generación de historiadoras e historiadores emprende el vuelo hacia nuevos confines tanto del conocimiento histórico como en sus actividades personales; noche que, por otra parte, también nos presenta un cúmulo de sentimientos encontrados, que al unísono nos llevan de la alegría a la nostalgia y viceversa. Alegría porque nos ha tocado presenciar el crecimiento y constante deseo de aprendizaje de los nuevos adoradores de Clío; nostalgia, por el necesario alejamiento que tendrán, algunos de ustedes, de esta Casa de Estudios, pero que sabemos, pondrán su nombre en el lugar que le corresponde.

 

La pregunta que en estos momentos me viene a la mente es: ¿Qué significado tiene actualmente el papel de la historia y del historiador en esta sociedad? Sociedad que se caracteriza por ser moderna, global y tecnologizada, en donde pareciera que a nadie le interesa rescatar los olvidos del pasado. La respuesta sin duda es compleja y no podrá más que vislumbrarse, quizá a lo lejos, esta noche. La ciencia de la historia se encuentra en un estado de lamentable ambigüedad; por un lado, encontramos voces que claman por la fuerza natural que tiene el conocimiento del pasado y la necesaria urgencia de aprender y beber de su manantial para evitar errores ya vividos; sin embargo, y pese a esta notable insistencia, por otro lado, tenemos también una realidad que nos demuestra que a muy pocos les inquietan los saberes del ayer, más allá de lo académico, por supuesto. Luego entonces, nos corresponde a los historiadores, revalorar la particularidad e importancia de nuestro quehacer; nos vemos obligados, y principalmente ustedes que habrán de enfrentarse a estas inconsistencias, a ofrecer respuestas inteligibles a los estragos de este inquietante presente.

 


Considero que el historiador de los nuevos tiempos es el hombre o mujer que despierta el sueño de los muertos con un propósito: objetivo, definido y claro; que se inmiscuye en la vida de los antepasados con la finalidad de hacer un trabajo socialmente útil y de beneficios tangibles; que aprovecha las nuevas herramientas que la tecnología pone a su alcance para realizar estudios de mejor calidad y, por último, que no demuestra miedo, aunque lo sienta, ante las posibilidades de la comunicación virtual a través del Internet o las redes modernas de interrelación que poco se parecen a nuestro ejercicio artesanal. Sin embargo, no debemos olvidar que la fuerza de nuestra práctica se encuentra en los sinuosos laberintos de los archivos históricos y sus miles de empolvados documentos, cuyos contenidos están a la espera de su redescubrimiento. Nunca debemos dejar de lado el interés, en ocasiones hasta infantil, de búsqueda y asombro ante las maravillas de nuestros hallazgos, los conmino a no dejarse vencer por las adversidades toda vez que ellas –las adversidades- forjan el carácter del investigador. Sabemos que una de las virtudes del ejercicio histórico es la paciencia, habrá que recurrir a ella cuando las investigaciones demoren más de lo esperado.

 

Por otra parte, y esto lo manifiesto como una mera invitación, considero que debemos aprovechar las bondades del conocimiento del pasado para transformar nuestra sociedad. El mundo en que vivimos es por demás violento, inequitativo e incierto; carecemos de las más elementales certezas sobre todo aquello que nos rodea y nuestros miedos reales e imaginarios se acrecentan día con día. Quienes nos dedicamos al estudio de las ciencias humanas tenemos la honrosa y delicada tarea de ser motores del cambio, nuestra sociedad esta a la espera de escuchar nuestra voz. Debemos construir una sociedad humanamente accesible para nosotros mismos y para las generaciones que nos sucederán.

 


Para finalizar, estimadas alumnas y alumnos que hoy egresan de la Escuela Nacional de Antropología e Historia, Casa de Estudios que les brindó su cobijo por espacio de cuatro años y que hoy los ve partir, espero que el futuro les sea prometedor y lleno de éxitos profesionales; que el refugio que buscaron en la historia sea el motor para nuevas aventuras.

 

Muchas gracias.

 

jueves, 10 de junio de 2021

La musa

 

La musa[1]

Mauricio Yáñez

 




Conocí al famosísimo escritor Xavier Barrios una calurosa noche de septiembre. Nuestro primer encuentro tuvo lugar en la ancestral Sociedad de Escritores. Él participó con una bella disertación sobre la compleja estructura del cuento. Cuando concluyó el acto me acerqué hasta donde reposaba su gruesa figura, quería comentarle dos aspectos que manejó en su ponencia y en los cuales yo difería, resolvimos cenar juntos.

                        Con el nacimiento de nuestra amistad se eclipsaron algunos amigos que aún hoy recuerdo. Barrios se transformó en una extraña circunferencia en la que yo era el núcleo. Sus interminables monólogos sobre historia y literatura, así como las ilustrativas reseñas de sus viajes, me cansaban de grata satisfacción.

                        El día de nadie se presentó ante mí más ebrio que lo usual y, con ese tono tan suyo, me dijo que lo acompañara a donde su musa. El lugar era oscuro, triste, casi frío. Una mariposa con su delicado paso cortaba la penumbra. Ahí estaba, era una mujer de apariencia helénica, de belleza lejana y perenne, Xavier hizo que me sentara en el diván e inició una accidentada narración sobre su relación con mi desconocida.



                        La conoció una tarde de invierno en las afueras de la antigua Roma, en la casa de Aldo Rossi, el ensayista prolífico. Poseedora de una imaginación vastísima, se enamoró de ella, pero no con el deseo de la carne sino más bien con un amor filial, de compenetración espiritual, trocaba todas las historias que ella comentaba en verdaderas obras novelescas, de ahí el origen de su renombre como escritor, en cuanto tuvo oportunidad la raptó, se la robó para él. En esos momentos y sin saber por qué sentí una infinita lástima por mi amigo.

                        A partir de aquel día las tardes las pasábamos en la cueva de la musa, tomando apuntes de todo lo que ella nos decía, redactando las fantasiosas historias que narraba. El prestigio de Barrios se mantuvo y el mío comenzó a aparecer dentro de los círculos literarios.

                        Sin ningún anuncio un mal día la musa desapareció, confinándonos a un silencio avasallador, cubriendo nuestro entorno con una oscuridad inmisericorde.

                        Barrios bebió hasta la locura, provocando su muerte creativa, asesinando al escritor, yo me comporté de una manera cobarde buscándola hasta en el rincón más incierto, sin encontrarla jamás.

                        Por eso, cada que el calendario deja caer el amanecer del día 25 del séptimo mes, regreso a este santuario a rendir tributo a la imaginación, esperando verla entrar por aquella puerta de color azul fuerte.

 

 

Cd. de México, septiembre de 1996.

 



[1] Publicado en el Boletín Cultural ENAH. Órgano informativo y cultural de la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Junio de 2002. Página 16.

jueves, 1 de abril de 2021

La historia de Carla

 

La historia de Carla[1]

Mauricio Yáñez

 


Regresé a casa a pesar de que mis hijas me convidaban pasar algunos días con cada una de ellas, en su propia casa desde luego. No tenía caso huir de la realidad. Esa tarde, en el panteón local, se depositaron los restos de Carla, mi esposa y compañera de los últimos treinta y seis años.

                        Lo cierto era que no me sentía nada bien, pero como todos los viejos, o quienes comienzan a serlo, la cercanía de la gente más que alegrarme me molestaba. La casa se me presentaba inmensa, llena de recuerdos largamente guardados que en ese instante herían la memoria. Los cuadros me parecían ajenos, como si un ente desconocido los hubiera acomodado en esas paredes que tampoco me eran familiares ni remotamente reconocibles. Por doquier olía la presencia de Carla, vigilante de los más mínimos detalles. Percibí o imaginé el sonido de sus pisadas sobre las losetas. Los muebles se viciaban con una fina capa de polvo apenas por encima de sus lustrosas maderas, acumulado en los días de aquella terrible semana, también ahí se notaba la ausencia de Carla.

                        Carla era una mujer relativamente joven a sus casi sesenta años. Organizada y consistente con sus ideas que, en honor a la verdad, siempre fueron atinadas. Por su sentido de generosidad y comprensión acerca de los avatares humanos, los jóvenes que fueron sus alumnos en las instituciones donde prestó servicios de profesora de letras la recuerdan con admiración y cariño. Producto de su bien llevada juventud me regaló dos preciosas hijas ahora ya casadas y cada una, por su cuenta y en su propio tiempo, me hizo abuelo.

                        Mujer segura y decidida que además, para fortuna mía, podía llegar a mostrarse con una gran imaginación en lo físico y en lo intelectual, esto último a través de los bellos poemas que escribió y que, desgraciadamente, nunca quiso publicar. Decía que cuando ella escribía poesía mostraba las entrañas de su alma. Ese celo llegó hasta para conmigo porque algunos escritos fueron apartados de mi devoción. Así era ella. Pero otra historia comenzó horas después, en la madrugada del día que la sepultamos.

                        Como ha quedado descrito, regresé al hogar abrumado por los eventos del día. Traté de dormir sin conseguirlo. Así, en ropas de noche empecé a deambular por la casona hasta llegar a los recuerdos de Carla.

                        Mi incierto camino me condujo hasta sus pertenencias en la biblioteca donde, además de su reposo, estaban sus libros y algunos cuadernos de notas que tímidamente rocé con dedos temblorosos. Tenía un par de estantes en los que, con su característico orden, había apilado centenares de folios. En un recodo del segundo anaquel un pequeño atado con más de veinte epístolas llamó mi atención. Separé la atadura y reconocí mi tosca letra, prueba que habían sido escritas por una mano poco elegante pero firme, de ello hacía muchos años; dos correspondían a envíos de su padre, eran de la época en que, para mi entender, mi suegro salió del país por asuntos laborales; otras, las más, provenían de un remitente desconocido. Según fui retirando el polvo de aquellos restos del pasado la historia comenzó a tejerse en forma diferente.

                        Por un momento consideré que revisar esas cartas podría parecer una intromisión a su intimidad; no obstante, pensé que también eran parte de mi propia historia. Inicié el periplo por aquellas que fueron escritas por la mano que pasado el tiempo se tornó insensible y de cuya escritura ya no brotaron más cánticos románticos sino sólo innumerables transcripciones académicas.

                        La reconstrucción de los hechos ahí narrados me fue relativamente fácil con los datos aportados por los documentos. Se referían a una época casi olvidada llena de ilusión y aventura. Le vi nuevamente satisfecha, vestía ropas ligeras, a la moda de los años sesenta. Los recuerdos pasan de una historia a otra, traicionando la memoria que se encarga de las sombras del pasado, o es que acaso no son varias historias sino una extraña red que da cuerpo y sentido a una sola, a la única historia que refiere los hechos del acontecer pretérito y cuya finalidad es comprender el devenir histórico de Carla, mi llorada esposa, de quien recién dejamos su existencia material en una triste fosa del Campo Santo.

                        Sin proponérmelo, y tampoco sin poder o querer evitarlo, los sollozos aparecieron. Los dejé entremezclarse con la historia recién vivida, o mejor dicho vuelta a vivir, porque volví a vivir, junto a Carla, aquellos instantes de un tiempo que ya no nos pertenecía más que como memoria; sin embargo, daba por sentado que era lo único verdaderamente nuestro: la historia, esta historia, con toda su compleja estructura aun con los momentos inobservables, escondidos en los repliegues del tiempo, en esas extrañas fisuras carentes de espacio que nunca llegan a desvelarse del todo.

                        Vuelto a la calma, decidí dejar sin leer los demás trozos de la historia que yo mismo me había encargado de elaborar, como participe y como observador externo en esa dualidad que sólo el oleaje del tiempo permite. Como he dicho, dos notas corresponden a un exilio voluntario de don Anselmo Rivero, el padre de Carla. Llegaron con el tiempo, excusándose de no poder asistir a nuestra boda. Estaban colmadas de una tristeza infinita, que en su misma lectura me provocaron un ahogo, esta nueva vuelta a la rueca del tiempo me enseñó pasajes de otra historia o quizá sólo eran diferentes eslabones de una misma cadena que, incluso para mí sabiéndome uno de ellos, no me resultaban cognoscibles, Carla era la única persona que podía darles sentido y ya no estaba presente para darme las respuestas.

                        El siguiente mazo de notas era precedido de una caligrafía bien cuidada, el nombre del autor no me significaba en lo absoluto. Abrí con sumo respeto el primer opúsculo dejando que el polvo del ayer cayera por sí mismo. Al principio, la lectura me resultó sin mucha claridad, el autor hacía referencia a instantes que yo no tenía por registrados, dirigía sus frases a una diosa amada, terrenal y cercana. Fue sorprendente encontrarme en medio de este mar de adjetivos e hizo que sintiera sonrojo, intempestivamente interrumpí la lectura.

                        El amanecer me tomó por sorpresa deambulando por los corredores de la casa. Cansado en el ánimo, comprendí que sólo una tarea quedaba pendiente para cerrar el círculo del ayer: terminar la revisión de las notas encontradas horas antes.

                        Nuevamente en la biblioteca, con manos profanas, accedí a los papeles escritos por un ente inmaterial, cuyos rastros ahora eran manipulados para conducir a un puerto jamás vislumbrado. Extraje de las sombras todas las cartas y las ordené bajo un principio cronológico, todo ese corpus documental provenía de la misma mano, según reportó la fina escritura. Se presentaba como trozos del pasado que irrumpían en el interminable presente queriendo refundarlo para darle una verdadera dimensión humana a los hechos de la historia.

                        Los personajes de los textos eran dos o tres nunca más, se les identificaba con pronombres, no existían alusiones directas, mas los significados eran para un destino comprensible colmando el ambiente de intensidades apenas disfrazadas.

                        Fui leyendo una a una las cartas del autor misterioso hasta agotarlas, fatigándome hasta el hartazgo con cercanías de una historia próxima y distante al unísono. Creo que el contenido de las misivas puede resumirse en el siguiente párrafo, cito: “Sé que para ti siempre tendré el mismo rostro, sin argumentos la vida sólo se llena de tiempo, la historia sigue pasando de manera tangencial y silenciosa”.


Centro Histórico de la ciudad de México, 22 de febrero de 2001.

  



[1] Publicado en el Boletín Cultural ENAH. Órgano informativo y cultural de la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Abril  de  2001.  Páginas  39-40

martes, 9 de marzo de 2021

El plagio

 El plagio[1]

Mauricio Yáñez

 

In memóriam de Jorge Luis Borges

En el centenario de su natalicio.

 


En mi recorrido por el camino de los sueños encontré esta historia: Soñé a un hombre, Geraldino Santarrosa, que a su vez se encontraba en una dulce ensoñación. El hombre de mis sueños, en su propio visión imaginaba a otro hombre, Nicolás F., quién con ahínco y virtud frente a su cansada máquina de escribir, a la que por cierto alguien le sustrajo algunas teclas lo que hacía su esfuerzo doblemente interesante, se le miraba en un acelerado tránsito llenando con narraciones de las más fatuas historias cuantas hojas en blanco cruzaban su paso. La profesión de este hombre es fácilmente identificable: escritor.

                        Al principio de su volátil existencia, sus narraciones fueron tomadas como indicios de una locura inminente. Nadie dijo: «será un gran escritor». Todos, con sorna en sus palabras, dejaron en claro que, llegado el momento, el manicomio gustosamente lo acogería. Nicolás caminó por la vida y sin preocupaciones escribió, incluso de más, todo lo que a su entender fuera suficiente para crear una historia y otra y otra más.

                        Creció y escribió o, mejor dicho, se llenó de historias mientras las manecillas del tiempo, sin vacilación y dando curso a nuevas experiencias, tejieron el cuerpo de su propio trabajo alejándose a grandes pasos de su generación, la de nuestro escritor, que bien a bien sólo era un sueño, el de Geraldino Santarrosa que en sí mismo también era producto de un sueño. No obstante, Nicolás F., el escritor, contaba con una realidad propia, aparte si se quiere, pero llena de significado, producto de la dinámica misma de su acción. No así el hombre que lo creó cuya aportación sólo era transitoria mediante su propio sueño. Sin esta condición la historia de Nicolás más que imposible, nos resulta impensable.

                        Los temas tratados con diligencia y buen tono por Nicolás F., iban de las llanas ficciones, tomadas sólo como ejercicios literarios, hasta las narraciones con alma y rostro con una clara inferencia sobre las complejidades de "la comedia humana" que, sin duda, le eran lejanas por su condición etérea. Las páginas fueron insuficientes para abarcar sus cientos de manuscritos y en las bibliotecas, con cierta frecuencia, algunas manos han tenido el acierto de posarse en ellos para darles vida, la vida que sólo mediante la plena comunión con la literatura se puede proporcionar a la palabra, cualquiera que sea su origen, es decir, la verdadera vida del Logos, de la razón. Geraldino Santarrosa algunas veces despertaba dando por concluida, en esas horas de vigilia, la producción de Nicolás F., su otredad literaria.


                        Los nuevos vientos trajeron sus propios frutos, los escritores más connotados no dejaron de admirar, criticar, reseñar, analizar o simplemente leer las obras de este narrador a quien la fama y el prestigio no le produjeron mayor problema. Su producción proseguía mientras Santarrosa, que era su verdadero dolor de cabeza, lo permitiera.

                        Emprendió un viaje por la parte sur del continente, conversó y en ocasiones discutió acaloradamente con escritores de prosapia, intercambió impresiones que lo acercaron a las fronteras de la madurez creativa. Se adentró en la narración mágica en cuya breve totalidad quedó atrapado. Incursionó en la novela recreándose en esos extensos mundos y se dio tiempo para visitar la tumba de sus propios personajes. En esa plenitud, creó su obra trascendental y por la que dejó de ser una invención, la tituló de manera extraña, como su propio ser: "La oscura mirada de la matemática", obra que se acerca con mucho a lo que los doctos han gustado en referenciar como novela total.

                   

     Si se busca con suma dedicación, el libro aludido puede encontrarse en librerías o bibliotecas junto a otras obras de este prolífico escritor. Los editores han hecho un trabajo espléndido por mantenerla vigente, toda vez que respetaron las tipografías de su primera edición. En su portada puede leerse, además del enigmático titulo, el nombre de Geraldino Santarrosa, su autor.

 

Tultitlán, México, en el año del Señor de 1999.

 



[1] Publicado en el Boletín Cultural ENAH. Órgano informativo y cultural de la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Agosto-septiembre de 2001. Página 30.