La
historia de Carla[1]
Mauricio Yáñez
Regresé a casa
a pesar de que mis hijas me convidaban pasar algunos días con cada una de
ellas, en su propia casa desde luego. No tenía caso huir de la realidad. Esa
tarde, en el panteón local, se depositaron los restos de Carla, mi esposa y
compañera de los últimos treinta y seis años.
Lo cierto era que no me
sentía nada bien, pero como todos los viejos, o quienes comienzan a serlo, la
cercanía de la gente más que alegrarme me molestaba. La casa se me presentaba
inmensa, llena de recuerdos largamente guardados que en ese instante herían la
memoria. Los cuadros me parecían ajenos, como si un ente desconocido los
hubiera acomodado en esas paredes que tampoco me eran familiares ni remotamente
reconocibles. Por doquier olía la presencia de Carla, vigilante de los más
mínimos detalles. Percibí o imaginé el sonido de sus pisadas sobre las losetas.
Los muebles se viciaban con una fina capa de polvo apenas por encima de sus
lustrosas maderas, acumulado en los días de aquella terrible semana, también
ahí se notaba la ausencia de Carla.
Carla era una mujer
relativamente joven a sus casi sesenta años. Organizada y consistente con sus
ideas que, en honor a la verdad, siempre fueron atinadas. Por su sentido de
generosidad y comprensión acerca de los avatares humanos, los jóvenes que
fueron sus alumnos en las instituciones donde prestó servicios de profesora de
letras la recuerdan con admiración y cariño. Producto de su bien llevada
juventud me regaló dos preciosas hijas ahora ya casadas y cada una, por su
cuenta y en su propio tiempo, me hizo abuelo.
Mujer segura y decidida
que además, para fortuna mía, podía llegar a mostrarse con una gran imaginación
en lo físico y en lo intelectual, esto último a través de los bellos poemas que
escribió y que, desgraciadamente, nunca quiso publicar. Decía que cuando ella
escribía poesía mostraba las entrañas de su alma. Ese celo llegó hasta para
conmigo porque algunos escritos fueron apartados de mi devoción. Así era ella.
Pero otra historia comenzó horas después, en la madrugada del día que la
sepultamos.
Como ha quedado descrito, regresé al hogar abrumado por los eventos del día. Traté de dormir sin conseguirlo. Así, en ropas de noche empecé a deambular por la casona hasta llegar a los recuerdos de Carla.
Mi incierto camino me
condujo hasta sus pertenencias en la biblioteca donde, además de su reposo,
estaban sus libros y algunos cuadernos de notas que tímidamente rocé con dedos
temblorosos. Tenía un par de estantes en los que, con su característico orden,
había apilado centenares de folios. En un recodo del segundo anaquel un pequeño
atado con más de veinte epístolas llamó mi atención. Separé la atadura y
reconocí mi tosca letra, prueba que habían sido escritas por una mano poco
elegante pero firme, de ello hacía muchos años; dos correspondían a envíos de
su padre, eran de la época en que, para mi entender, mi suegro salió del país
por asuntos laborales; otras, las más, provenían de un remitente desconocido.
Según fui retirando el polvo de aquellos restos del pasado la historia comenzó
a tejerse en forma diferente.
Por un momento consideré
que revisar esas cartas podría parecer una intromisión a su intimidad; no
obstante, pensé que también eran parte de mi propia historia. Inicié el periplo
por aquellas que fueron escritas por la mano que pasado el tiempo se tornó
insensible y de cuya escritura ya no brotaron más cánticos románticos sino sólo
innumerables transcripciones académicas.
La reconstrucción de los
hechos ahí narrados me fue relativamente fácil con los datos aportados por los
documentos. Se referían a una época casi olvidada llena de ilusión y aventura.
Le vi nuevamente satisfecha, vestía ropas ligeras, a la moda de los años
sesenta. Los recuerdos pasan de una historia a otra, traicionando la memoria que
se encarga de las sombras del pasado, o es que acaso no son varias historias
sino una extraña red que da cuerpo y sentido a una sola, a la única historia
que refiere los hechos del acontecer pretérito y cuya finalidad es comprender
el devenir histórico de Carla, mi llorada esposa, de quien recién dejamos su
existencia material en una triste fosa del Campo Santo.
Sin proponérmelo, y tampoco
sin poder o querer evitarlo, los sollozos aparecieron. Los dejé entremezclarse
con la historia recién vivida, o mejor dicho vuelta a vivir, porque volví a
vivir, junto a Carla, aquellos instantes de un tiempo que ya no nos pertenecía
más que como memoria; sin embargo, daba por sentado que era lo único verdaderamente
nuestro: la historia, esta historia, con toda su compleja estructura aun con
los momentos inobservables, escondidos en los repliegues del tiempo, en esas
extrañas fisuras carentes de espacio que nunca llegan a desvelarse del todo.
Vuelto a la calma,
decidí dejar sin leer los demás trozos de la historia que yo mismo me había
encargado de elaborar, como participe y como observador externo en esa dualidad
que sólo el oleaje del tiempo permite. Como he dicho, dos notas corresponden a
un exilio voluntario de don Anselmo Rivero, el padre de Carla. Llegaron con el
tiempo, excusándose de no poder asistir a nuestra boda. Estaban colmadas de una
tristeza infinita, que en su misma lectura me provocaron un ahogo, esta nueva
vuelta a la rueca del tiempo me enseñó pasajes de otra historia o quizá sólo
eran diferentes eslabones de una misma cadena que, incluso para mí sabiéndome
uno de ellos, no me resultaban cognoscibles, Carla era la única persona que
podía darles sentido y ya no estaba presente para darme las respuestas.
El siguiente mazo de notas era precedido de una caligrafía bien cuidada, el nombre del autor no me significaba en lo absoluto. Abrí con sumo respeto el primer opúsculo dejando que el polvo del ayer cayera por sí mismo. Al principio, la lectura me resultó sin mucha claridad, el autor hacía referencia a instantes que yo no tenía por registrados, dirigía sus frases a una diosa amada, terrenal y cercana. Fue sorprendente encontrarme en medio de este mar de adjetivos e hizo que sintiera sonrojo, intempestivamente interrumpí la lectura.
El amanecer me tomó por
sorpresa deambulando por los corredores de la casa. Cansado en el ánimo,
comprendí que sólo una tarea quedaba pendiente para cerrar el círculo del ayer:
terminar la revisión de las notas encontradas horas antes.
Nuevamente en la
biblioteca, con manos profanas, accedí a los papeles escritos por un ente
inmaterial, cuyos rastros ahora eran manipulados para conducir a un puerto
jamás vislumbrado. Extraje de las sombras todas las cartas y las ordené bajo un
principio cronológico, todo ese corpus
documental provenía de la misma mano, según reportó la fina escritura. Se
presentaba como trozos del pasado que irrumpían en el interminable presente
queriendo refundarlo para darle una verdadera dimensión humana a los hechos de
la historia.
Los personajes de los textos
eran dos o tres nunca más, se les identificaba con pronombres, no existían
alusiones directas, mas los significados eran para un destino comprensible colmando
el ambiente de intensidades apenas disfrazadas.
Fui leyendo una a una
las cartas del autor misterioso hasta agotarlas, fatigándome hasta el hartazgo
con cercanías de una historia próxima y distante al unísono. Creo que el
contenido de las misivas puede resumirse en el siguiente párrafo, cito: “Sé que para ti siempre tendré el mismo
rostro, sin argumentos la vida sólo se llena de tiempo, la historia sigue
pasando de manera tangencial y silenciosa”.
Centro
Histórico de la ciudad de México, 22 de febrero de 2001.
[1] Publicado
en el Boletín Cultural ENAH. Órgano
informativo y cultural de
No hay comentarios:
Publicar un comentario