sábado, 14 de noviembre de 2020

MINUTO 90

 Minuto 90

mauricio yáñez

 


Puedo decir que con el paso del tiempo ha llegado la amargura. Cada una de las partes de mi mente y mi cuerpo se resisten a la inclemencia del tiempo. El tiempo lo es todo.

                        Una fracción de segundo es lo que se necesita para cambiar una vida. Pasar de una existencia gloriosa a una vida ruinosa, es cosa que ésa micro fracción de tiempo trae consigo y la hace tan importante.

                        Me dediqué al fútbol durante muchos años. Fui la estrella del equipo, un dios para el público y un héroe para mis compañeros, todos me adoraban. Pero la efímera gloria se la llevó la fatalidad.

                        Era un domingo de final de campeonato. Las apuestas estaban muy parejas y ninguna escuadra daba ventaja. Durante la semana previa al encuentro, los capitanes se dedicaron a calentar los ánimos, tanto de sus equipos como del público.

                        Podría decirse que en la cancha estábamos los dos equipos que a lo largo del torneo obtuvimos los mayores merecimientos. Ambos hicimos campañas sin dar ni pedir tregua.

                        El encuentro transcurrió con muchas emociones, pero sin alcanzar a definir un vencedor. El minuto noventa estaba próximo, todo parecía indicar que tendríamos que aplicar un esfuerzo adicional en los tiempos extras e incluso llegar a los penaltis.

                        Una escapada del “Flaco” Olvera por la banda derecha hizo levantar a nuestra tribuna que empezó a festejar ese último esfuerzo. Olvera mandó un centro al área enemiga donde ya lo esperábamos el Chino Domínguez y yo. El balón venía en el aíre, Chino Domínguez levantó su menudo cuerpo con la idea de asestarle un sólido cabezazo al esférico al mismo tiempo que Juan Fierro, un defensa del equipo contrario, lo derribó. El árbitro con todo justicia marcó un penalti a favor nuestro. Se escuchó un inmenso murmullo, unos silbaban aprobando la decisión del nazareno y otros lo increpaban. El cronómetro dejó constancia de que el encuentro había agotado su tiempo regular.

                        No obstante que habíamos llegado al minuto noventa, el cobro de la falta tendría que ejecutarse antes de concluir el partido.

                        El capitán de mi equipo tomó serenamente el balón y me lo entregó, me dijo que nadie mejor que yo para cobrar la pena máxima y convertir al equipo en campeón.

                        Era el final del partido. Después de noventa minutos de acciones seguía prevaleciendo el empate. En mis botines tenía la oportunidad de darle el triunfo al equipo y por ende el anhelado campeonato. Agarré el balón y lo coloqué en el lugar que indica la regla.

                        El árbitro nos llamó el portero del equipo contrario y a mí, lo mismo que a cada uno de los capitanes para explicar que en estos casos sólo se permite un toque de balón si el portero lo rechaza o pega en el poste y no entra, se acaba el partido. Por el contrario, si el balón entra libremente o bien pega en el portero o en el poste y entra se marca gol y, de igual forma, termina el encuentro.

                        Después de la breve charla todos regresamos a nuestras posiciones: los capitanes al filo del área grande, el portero a la línea de meta bajo los postes de su portería; en mi caso, frente al balón en el punto que indica el cobro de la pena máxima.


                        Miré a los ojos del guardameta enemigo que se encontraba frente a mí. Tomé una prudente distancia para mejorar el impacto. El estadio enmudeció cuando pateé la esférica, instante que por lo demás a mi me pareció que duró toda la eternidad, el balón cobró altura, rozó las manos del portero… Es una fracción de segundo lo que separa la gloria del averno.

 

Ciudad de México, 23 de abril de 2007.

 

miércoles, 11 de noviembre de 2020

ELOGIO A LA OSCURIDAD

 

Elogio a la oscuridad

Mauricio Yáñez

“El cuerpo de Benjamín Jurado se balanceaba en el aire, se había colgado con una soga amarrada al cuello. Quedó suspendido, en espera del fin de los tiempos, como fruto prohibido del árbol del bien y del mal de un paraíso apócrifo. En los jardines que rodean la residencia, en las ramas de un pirul, yacía sin vida quien en un tiempo fuera una de las personas de mayor confianza del poeta Horacio San Martín”.

 ¿Benjamín Jurado se suicidó o su muerte fue un homicidio? De ser el caso, ¿quién de los doce escritores que se encuentran como becarios en la residencia de descanso fue el responsable de la muerte del asistente del poeta? ¿Cómo se relaciona esta muerte con los asesinatos cometidos por La dama de seda a finales del siglo XIX?

 De forma magistral, la novela Elogio a la oscuridad de Mauricio Yáñez, plantea un acertijo de luces y sombras que lleva al lector a desvelar los más recónditos secretos de un grupo de escritoras y escritores que se hallan recluidos en una residencia de descanso, de la que no podrán salir hasta descubrir al culpable. Ninguno de estos dilectos autores parece tener motivos para cometer un crimen de tal magnitud ¿o sí?

 


DESDE LAS GRADAS

 Desde las gradas

Mauricio Yáñez

 


Desde las gradas, Pancho García miraba el desarrollo del encuentro. Quería jugar y no se lo habían permitido, así que tomó la posición de aficionado y se fue a sentar en las lastimosas tarimas que hacían las veces de gradería para el público asistente que, por lo demás, era escaso.

                        A sus cortos doce años, Pancho García soñaba con ser estrella de fútbol. Portero era la posición que más le gustaba. Su ídolo era Gustavo “El Arlequín” Domínguez, quien se distinguía por sus lances acrobáticos y sus ropajes estrafalarios que antagonizaban con la seriedad de los uniformes de sus compañeros de equipo. Pancho, en lo que podía, imitaba al famoso “Arlequín”, incluso tenía su uniforme de portero, similar al que usaba su ídolo.

                        En los encuentros del barrio, con sus vecinos, siempre se arrimaba para que lo eligieran para el equipo, pero los muchachos lo hacían a un lado y no le permitían tomar parte de las “cascaritas” en la calle. No obstante, los acompañaba a los arrabales donde se encontraban las canchas del deportivo.

                        Los terrenos del deportivo eran algunos rectángulos de tierra suelta, en un predio irregular. En esos feudos se pintaban, también de manera desigual, los límites que dieran forma a un campo de fútbol. Nadie cuestionaba las medidas, ni del campo ni de las porterías. La seriedad con la que ahí se disputaban los partidos de fútbol contrastaba con lo improvisado de la cancha.

                        Todas las semanas, al regreso del deportivo, llegaba a su casa con el uniforme bañado en polvo. Su rostro se atestaba de sudor y tierra, al igual que el de sus compañeros. Su cuerpo adolescente despedía pestilentes aromas. En el entretiempo de los partidos o al finalizar la contienda en la que participaban los muchachos del barrio, Pancho se quedaba en el campo e imaginaba estar en algún juego. Sin importarle la risa de los demás, García se ubicaba en el área de meta y se lanzaba tras el imaginario balón. En sus prolíficos sueños, la portería que él defendía nunca fue tocada por un gol del conjunto rival.

                        Los Cachorros, era el nombre del equipo. Llenos de orgullo representaban a la colonia Bella Vista, lugar donde vivía García y la mayoría de los muchachos. Recibían invitaciones para enfrentarse con equipos de otras comunidades. Pancho disfrutaba con acompañarlos a todos los juegos porque eso lo hacía sentirse parte de ese núcleo identitario. «Muy bien Pancho, ya sabes, debes estar listo por si te necesitamos», le decían.

                        Sus doce años y su enorme deseo de jugar no lo engañaban, sabía que tenía pocas oportunidades de verse en el equipo titular; sin embargo, cada tarde hacia sus prácticas en la parte posterior de su casa. Pegaba al balón con toda su fuerza contra la pared de la vivienda para que rebotara y Pancho pudiera seguir su práctica. Su madre, en ocasiones lo reprendía por los golpes dados a la pared, pero terminaba por permitir al hijo continuar con su juego.

                        Pancho García no se desanimaba porque los del barrio no le pusieran atención y no lo llamaran para integrarse al once titular, él seguía realizando sus practicas día con día. El fin de semana difícilmente perdía la ocasión de ver por la televisión algún partido, sobre todo si jugaba El Arlequín Domínguez.

                        Una de esas tardes polvosas de mayo, con el sol cayendo a plomo, Pancho acompañó a sus amigos a los campos del deportivo, jugarían contra el equipo de la colonia vecina. Se perfilaba un buen encuentro. Como siempre, Pancho se acercó al corrillo en espera de una oportunidad para figurar en la alineación titular. «Estate listo para lo que pase» le dijo “Morris”, capitán del equipo, al tiempo que tomaba el balón entre sus manos y se alejaba. Pancho subió a las gradas y se dispuso a presenciar el juego y, en su caso, celebrar los goles de su escuadra.

                        Después de que los capitanes de ambos clubes pactaran cuestiones mínimas, el partido dio inicio. El primer tiempo transcurrió sin definir la superioridad de ninguno de los contendientes y se fueron al descanso con un marcador sin goles. Al inicio de la segunda mitad, Toño Lagos, el portero, se lanzó para evitar un gol y se lastimó un hombro. El partido se detuvo.

                        La realidad era que no habían previsto esta situación y Los Cachorros no llevaban jugadores suplentes. Lagos no podía continuar porque le dolía mucho el hombro. El capitán dijo que necesitaba reponer a su portero, pero no llevaba a nadie. «No te puedo prestar a mis jugadores» contestó el capitán del equipo rival e invitó para que continuaran el partido colocando a alguien de campo en la portería. «Le voy a decir a aquel si quiere jugar» señaló a Pancho, pero el capitán rival se opuso. «Pancho no puede jugar», «¿Por qué no?», «no ves que le falta una pata», «no importa. ¿Quieres jugar?» gritó a Pancho. Inmediatamente dijo que sí, dio un salto en su lugar en lo alto de las gradas y se trasladó al sitio donde estaban los capitanes. Corría apoyado de su muleta y dando saltos con su única pierna. La mayoría de los jugadores rieron al ver que Pancho García, “el cojo”, se disponía a ocupar el lugar del guardameta lesionado.

                        Pancho estaba por fin dentro de la cancha de fútbol en un partido verdadero. Soñó hasta el cansancio con ese momento, con el día que él se viera bajo los tres postes defendiendo la portería de su equipo.

                        El partido estaba por concluir, un delantero del cuadro rival tomó el balón y con el alma en vilo escapó por la banda izquierda. Pancho miró venir al ofensor, éste hizo una diagonal hacia el centro del campo. El delantero contrario dejaba atrás a la defensa de Los Cachorros, se colocó frente a Pancho y pegó a la pelota con toda su fuerza. El balón empezó a elevarse, Pancho lanzó a un lado la muleta y con su única pierna se impulsó para alcanzar el esférico, sabía que, a partir de ese momento, no vería más el fútbol desde las gradas.

 


 Tultitlán, México, 18 de mayo de 2008