miércoles, 21 de diciembre de 2016

Las elecciones


Las elecciones[1]
mauricio yáñez

Era un viernes de marzo en un año de elecciones. El Frente Democrático Nacional (FDN) y su candidato, Cuauhtémoc Cárdenas, parecían enfilarse a una victoria inminente en contra del candidato oficial. La rutina se había vuelto una compañera inseparable, me absorbía. Sin nada frente a mí, tomé el camino rumbo a mi departamento en el norte de la ciudad.

                        Tenía dos años divorciado, después de casi veinte viviendo en una situación que aún hoy, con el recuerdo, me sigue oprimiendo el ánimo.

                        El teléfono reclamó mi atención. Escuché una voz familiarmente lejana que contestó al, «bueno», que dije con fastidio. Yolanda Salinas llamaba desde el recuerdo. La evoqué como la conocí. De figura esbelta, morena, nariz afilada, cabello hasta la base del cuello que le tocaba ligeramente los hombros, con sus ojos oscuros y vivaces. Acordamos cenar juntos esa noche.

                        Nos habíamos conocido años atrás. Me había graduado de historiador e iniciaba mis labores en el Instituto de Antropología. Ella era secretaria de uno de los directores. Por razones de trabajo tuvimos que viajar juntos a la ciudad de Zacatecas. Al tercer día de estar allá salimos a recorrer la ciudad hablando del futuro. Ahora nos unía el pasado.

                        Llegué al restaurante convenido mucho antes que ella. Pedí una mesa apartada que me permitiera ver su arribo. Llegó justo al inicio de mi segundo ron. Se le veía bien, traía un nuevo acento en la voz. Se había marchado de la capital y ahora vivía en Tabasco con su familia. Tenía dos hijos y estaba casada con un funcionario del gobierno estatal. Recién bajó del avión, llamó a mi departamento, mencionó.

                        Platicamos y bebimos rones hasta que el lugar cerró y tuvimos que mudarnos a otro sitio donde reiniciamos la plática y los rones. La música impedía que nos escucháramos. Susurró en mi oído, «quiero bailar», con su nuevo acento, «yo no bailo, ya lo sabes», contesté. Se levantó y me condujo hasta la pista de baile. «No sé bailar», insistí, pero ahora sin soltarla de la cintura, «entonces bésame», contestó entre risas, feliz por el reencuentro que ella misma buscó y feliz por los rones que ya se había metido. Hacía calor en el antro y se antojaban más rones, «con mucho hielo», dijimos al mesero de "Los patos salvajes", lugar donde volví a sentir el talle de Yolanda Salinas, estrecho como siempre y ahora pegado a mi cuerpo.

                        Despertamos en una habitación del hotel Catedral en la calle de Donceles. Nos bañamos juntos y volvimos a hacer el amor. «Me desconozco», dije con cierto orgullo juvenil, a mis años esto se vuelve cada día más difícil. Ella rió, con una risa traviesa.

                        —Leí tu libro, lo descubrí en una librería —me dijo mientras desayunábamos en el restaurante del hotel. Yo tenía en mi plato huevos divorciados, ella sólo fruta—. Me parece que sufres mucho.

                        Hablaba de un libro de cuentos que se vendió escasamente y que yo mismo compraba de vez en cuando para regalarlo a los nuevos amigos.

                        —Ya no tanto —le contesté— desde anoche, claro.

                        —¿Sigues escribiendo?

                        —Sólo cuando no hago el amor —ella volvió a reír.

                        —Aparte de hacer el amor, ¿qué haces ahora?

                        —Espero.

                        —-¿Qué esperas?

                        —No sé.

                        Había venido a finiquitar la venta de un departamento que tenía aquí su marido por lo que estaría unos cuantos días en la ciudad. Su estancia en Tabasco, mencionó, iba para mucho tiempo, su esposo crecía políticamente.

                        Para ese sábado el FDN había convocado a un mitin en el Zócalo. Yolanda quiso que fuéramos, «muchos paisanos apoyan al ingeniero Cárdenas», dijo, mientras vitoreaba al candidato a la presidencia de la República. Me llamó la atención que llamara paisanos a los tabasqueños, su arraigo había ocurrido demasiado pronto, hecho que me incomodó.
 
                        No quiso mudarse del hotel Catedral a pesar de que traía una reservación, pagada por adelantado, para un hotel en el Paseo de la Reforma. Nos fuimos para Coyoacán.

                        En la cantina, la Salinas, haciendo uso de su acento tabasqueño, pidió chapulines, sopa de médula y cerveza, «mucha cerveza», le dijo al mesero. Andaba de juerga. Más tarde comentó: «cuando regrese a Villahermosa tengo que volver a ser la esposa del señor secretario porque, ¿sabes?, no soy yo, soy la señora del señor secretario». Reconocí la misma mirada de fastidio que muchas mañanas descubriera en mis propios ojos.

                        Salimos a caminar y, en congruencia con su liberación, quiso que nos tomaran una foto sentados en la fuente del jardín, donde están los coyotes. Compró artesanías y una muda de ropa para mí.

                        Oscurecía en el centro cuando regresamos. Pasamos al hotel a dejar las compras. Cualquiera que nos hubiera visto diría que éramos un feliz matrimonio en su segunda luna de miel.

                        —Hazme el amor.

                        —Me estás explotando.

                        —Seguro que sí cabrón —y se montó sobre mí.

                        La ciudad y la noche nos llamaron insistentemente y hacia allá nos dejamos llevar.

                        —¿Te volverías a casar?

                        —No con la misma.

                        —¿Tan mal te fue? —preguntó con ese acento que la alejaba de mí.

                        Esa noche fue más profunda y con más rones de los que podíamos resistir, hicimos lo que pudimos por el pasado, le lloramos incluso.

                        A la mañana siguiente me empeñé en que se hospedara en el hotel que traía reservado desde Tabasco. En la recepción de esta nueva morada transitoria, nos despedimos con mutuo agradecimiento y sin promesas. En las elecciones para presidente de la República el fraude electoral se consumó y le dieron el triunfo al candidato del partido oficial.

                        Seis años después, me entusiasmé al enterarme que Cuauhtémoc Cárdenas volvería a competir en las elecciones presidenciales. Con un ron en la mano, esperé la conjunción del hechizo. Esta vez no hubo repiqueteo en el teléfono de mi departamento. Yolanda Salinas no estuvo aquí, con su acento tabasqueño, para apoyarlo.


Tultitlán, México, 7 de agosto de 1999.





[1] Publicado en la Revista Opción del ITAM. Año XXVII, No. 145. Octubre de 2007. Págs. 22-24.

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