mauricio yáñez
Era un viernes de marzo en un año de elecciones. El
Frente Democrático Nacional (FDN) y su candidato, Cuauhtémoc Cárdenas, parecían
enfilarse a una victoria inminente en contra del candidato oficial. La rutina
se había vuelto una compañera inseparable, me absorbía. Sin nada frente a mí,
tomé el camino rumbo a mi departamento en el norte de la ciudad.
Tenía
dos años divorciado, después de casi veinte viviendo en una situación que aún
hoy, con el recuerdo, me sigue oprimiendo el ánimo.
Nos
habíamos conocido años atrás. Me había graduado de historiador e iniciaba mis
labores en el Instituto de Antropología. Ella era secretaria de uno de los
directores. Por razones de trabajo tuvimos que viajar juntos a la ciudad de
Zacatecas. Al tercer día de estar allá salimos a recorrer la ciudad hablando
del futuro. Ahora nos unía el pasado.
Llegué
al restaurante convenido mucho antes que ella. Pedí una mesa apartada que me
permitiera ver su arribo. Llegó justo al inicio de mi segundo ron. Se le veía
bien, traía un nuevo acento en la
voz. Se había marchado de la capital y ahora vivía en Tabasco
con su familia. Tenía dos hijos y estaba casada con un funcionario del gobierno
estatal. Recién bajó del avión, llamó a mi departamento, mencionó.
Platicamos
y bebimos rones hasta que el lugar cerró y tuvimos que mudarnos a otro sitio
donde reiniciamos la plática y los rones. La música impedía que nos
escucháramos. Susurró en mi oído, «quiero bailar», con su nuevo acento, «yo no
bailo, ya lo sabes», contesté. Se levantó y me condujo hasta la pista de baile.
«No sé bailar», insistí, pero ahora sin soltarla de la cintura, «entonces
bésame», contestó entre risas, feliz por el reencuentro que ella misma buscó y
feliz por los rones que ya se había metido. Hacía calor en el antro y se
antojaban más rones, «con mucho hielo», dijimos al mesero de "Los patos
salvajes", lugar donde volví a sentir el talle de Yolanda Salinas, estrecho
como siempre y ahora pegado a mi cuerpo.
Despertamos
en una habitación del hotel Catedral en la calle de Donceles. Nos bañamos
juntos y volvimos a hacer el amor. «Me desconozco», dije con cierto orgullo
juvenil, a mis años esto se vuelve cada día más difícil. Ella rió, con una risa
traviesa.
—Leí
tu libro, lo descubrí en una librería —me dijo mientras desayunábamos en el
restaurante del hotel. Yo tenía en mi plato huevos divorciados, ella sólo fruta—.
Me parece que sufres mucho.
Hablaba
de un libro de cuentos que se vendió escasamente y que yo mismo compraba de vez
en cuando para regalarlo a los nuevos amigos.
—Ya
no tanto —le contesté— desde anoche, claro.
—¿Sigues
escribiendo?
—Sólo
cuando no hago el amor —ella volvió a reír.
—Aparte
de hacer el amor, ¿qué haces ahora?
—Espero.
—-¿Qué
esperas?
—No
sé.
Había
venido a finiquitar la venta de un departamento que tenía aquí su marido por lo
que estaría unos cuantos días en la ciudad. Su estancia en Tabasco, mencionó,
iba para mucho tiempo, su esposo crecía políticamente.
Para
ese sábado el FDN había convocado a un mitin en el Zócalo. Yolanda quiso que
fuéramos, «muchos paisanos apoyan al ingeniero Cárdenas», dijo, mientras
vitoreaba al candidato a la presidencia de la República. Me llamó
la atención que llamara paisanos a los tabasqueños, su arraigo había ocurrido
demasiado pronto, hecho que me incomodó.
No
quiso mudarse del hotel Catedral a pesar de que traía una reservación, pagada
por adelantado, para un hotel en el Paseo de la Reforma. Nos fuimos
para Coyoacán.
En
la cantina, la Salinas ,
haciendo uso de su acento tabasqueño, pidió chapulines, sopa de médula y
cerveza, «mucha cerveza», le dijo al mesero. Andaba de juerga. Más tarde
comentó: «cuando regrese a Villahermosa tengo que volver a ser la esposa del
señor secretario porque, ¿sabes?, no soy yo, soy la señora del señor secretario».
Reconocí la misma mirada de fastidio que muchas mañanas descubriera en mis
propios ojos.
Salimos
a caminar y, en congruencia con su liberación, quiso que nos tomaran una foto
sentados en la fuente del jardín, donde están los coyotes. Compró artesanías y
una muda de ropa para mí.
Oscurecía
en el centro cuando regresamos. Pasamos al hotel a dejar las compras.
Cualquiera que nos hubiera visto diría que éramos un feliz matrimonio en su
segunda luna de miel.
—Hazme
el amor.
—Me
estás explotando.
—Seguro
que sí cabrón —y se montó sobre mí.
La
ciudad y la noche nos llamaron insistentemente y hacia allá nos dejamos llevar.
—¿Te
volverías a casar?
—No
con la misma.
—¿Tan
mal te fue? —preguntó con ese acento que la alejaba de mí.
Esa
noche fue más profunda y con más rones de los que podíamos resistir, hicimos lo
que pudimos por el pasado, le lloramos incluso.
A
la mañana siguiente me empeñé en que se hospedara en el hotel que traía
reservado desde Tabasco. En la recepción de esta nueva morada transitoria, nos
despedimos con mutuo agradecimiento y sin promesas. En las elecciones para
presidente de la República
el fraude electoral se consumó y le dieron el triunfo al candidato del partido
oficial.
Seis
años después, me entusiasmé al enterarme que Cuauhtémoc Cárdenas volvería a
competir en las elecciones presidenciales. Con un ron en la mano, esperé la
conjunción del hechizo. Esta vez no hubo repiqueteo en el teléfono de mi
departamento. Yolanda Salinas no estuvo aquí, con su acento tabasqueño, para
apoyarlo.
Tultitlán, México, 7 de agosto de 1999.