jueves, 20 de julio de 2023

A LA ESPERA DEL GENERAL

 



A LA ESPERA DEL GENERAL

Mauricio Yáñez

 

El sol no había aparecido en los últimos tres días, el cielo cubierto de un manto blancuzco no era más que el llamado de lluvia temprana. En el poblado de Llano grande las treinta o cuarenta familias que allí residían estaban tensas, no por la llegada de la lluvia sino por la proximidad de las huestes revolucionarias.

                        A vuelo de pájaro se hizo constante y ligero el rumor del avance de las fuerzas villistas por la comarca. Aunque a fuerza de verdad, nadie de los habitantes de Llano grande había estado más cerca de la revolución que el parloteo de las habladurías, esta ocasión todos dieron por cierto que el general Pancho Villa y su División del Norte, en su marcha rumbo a la ciudad de México, pasaría sobre Llano grande.

                        El domingo anterior, al finalizar los servicios religiosos en que la mayoría de las familias participaban, Narciso Urbina solicitó el permiso del párroco para hacer el anuncio que su compadre, Ubaldo Ceniceros, le informó de la llegada del general Villa a la región. A partir de aquel momento, en Llano grande se perdió el reposo de las almas pudorosas. Por decires de la gente sabían de la ferocidad del general revolucionario y del abuso de sus seguidores: leva, robos, violaciones y otros atropellos dejaban al paso.

                        Fuera de la iglesia se escuchó comentar a un par de comadres referente a los imaginarios poderes mágicos del Centauro del Norte:

                        ―Dicen que embaraza a las mujeres con sólo mirarlas ―fue el dicho de Eduviges Campa.

                        ―No vaya a ser, Comadre, que embarace a mi Lupita. ¿Qué haremos? ―pronunció compungida Ramoncita Barraza.

                        ―Pos… Yo que usted me la llevaba fuera de aquí, ni qué decir ―aseveró Eduviges, quien para su fortuna ya no tenía hijas casaderas en su recaudo.

                        No muy lejos de allí, un par de jóvenes soñadoras entrecerraban los ojos con la ilusión de que cualquiera de los “Dorados” se fijara en ellas y se las llevaran muy lejos de Llano grande, quizá hasta la capital.

                        La noticia destrozó la tarde de ese domingo, el micro universo de Llano grande se fue de bruces contra la realidad de la revolución. En las calles, al compás de la ventisca, sólo parcos espíritus merodeaban el desasosiego. Apuraban medidas urgentes. Los mayores se reunieron en la cantina de Martín, el tuerto, para debatir el apremio ante la inminente llegada de Pancho Villa y sus corifeos. El primero en hablar fue Bartolomé:

                        ―Ante la sinrazón de estos hombres y los males que traerán debemos evitar que entren a Llano grande ―lo dijo mientras limpiaba sus recios bigotes después de beber un trago de aguardiente.

                        ―Pero, ¿cómo le hacemos? ―terció Jerónimo.

                        ―Se llevarán a los jóvenes y a nuestras mujeres, quizá nos maten a nosotros ―dijo Serafín con voz apenas audible.

                        Así, en la mente de todos y cada uno de ellos una insidiosa pregunta: ¿Cómo evitar que Villa y sus hombres se aposentarán en la comarca? No había manera. Los minutos y luego las horas pasaron quedito. Fue Martín, el dueño de la cantina quién propuso una solución: Antes de hablar, con su único ojo vivo, miró a todos sus oyentes. Tenía un solo ojo, pero miraba por cuatro.

                        ―Semos hombres, ¿qué no? Si viene por nosotros, pues entonces habrá que llegar primero y no esperar a que ellos vengan. Salgamos al camino y pues que sea lo que Dios quiera ―terminó su intervención y fijo la mirada en la puerta de la cantina, como ya queriendo ver a los villistas.

                        ―Explícate ―irrumpió el mismo Jerónimo al tiempo de golpear con el sombrero de palma sobre su rodilla.

                        ―Pues yo digo, si Villa quiere entrar a Llano grande por soldados, pues que sean los soldados que esperen a Villa. De esa manera nos evitamos que llegué hasta el pueblo y quizá no toquen a nuestras mujeres y a nuestras vacas.

                        Aunque todos asintieron nadie entendió el juicio del cantinero.

                        ―Pero aquí no hay soldados ―precisó Anacleto Buendía.

                        ―Pues habrá que nombrarlos ―insistió Martín.

                        Mucho aguardiente corrió alrededor de esa única propuesta, ya hasta había llegado la noche. Al final, aceptaron que era una buena salida para sus miedos.

                        Ahora la tarea era escoger a los hombres que quisieran alistarse en las filas de la revolución. Se pidieron voluntarios y nadie levantó la mano. Se invitó a los solteros, porque ellos al fin nada tenían que perder, pero ninguno dio un paso al frente. Después de otras tantas horas de acalorado desorden llegaron a un acuerdo: cada una de las cinco familias con más prole entregaría a uno de sus hijos adolescentes para que se unieran a la División del Norte. Así se estableció y todos regresaron a sus hogares.

                        Las familiar destinadas para salvar la integridad de la comunidad pasaron la noche en vela con los preparativos de los arrestos de sus valerosos hijos. Muy tempranito, aún no despuntaba el alba, los cinco jóvenes estaban en la salida del pueblo. El miedo atenazaba sus caras de niños. Las madres lloraban. Recibieron la bendición del cura y enfilaron su andar para encontrarse de frente con la guerra. Su encomienda era desalentar cualquier idea de los villistas de acercarse a Llano grande. Las frugales figuras se perdieron en la saturación del espacio. Lo cierto es que tan pronto desaparecieron de la vista de sus respectivos padres, echaron a correr en contrario al punto que se pensaba sería tomado por el ex gobernador de Chihuahua y los suyos.

                        Lerdos, cansinos, casi como olvidados avanzaron los siguientes días. Los oriundos de Llano grande tapiaron las endebles ventanas de sus chozas. Escarbaron pequeños pozos en los suelos arenosos de sus cocinas y allí enterraron los enceres que consideraron tenían algún valor, casi siempre más de orden afectivo que material. Las mujeres adultas se llevaron a las mujeres más jóvenes al monte, hasta una zona arbolada, buscaron alguna saliente entre los cerros y construyeron una especie de trinchera que encubrieron con gruesas ramas de arbustos y árboles.

                        Una de esas tardes infaustas, Domiro Lamas, el sacerdote del lugar, decidió prender fuego al templo. Las paredes y el techo del jacal que fungía como iglesia eran de madera burda por lo que no tardaron en arruinarse. No quería que las polvosas imágenes de santos, mucho menos el mísero altar, cayeran en manos de aquellos hombres que, por lo demás, eran considerados ateos. Al acercarse al lugar que ardía con singular frenesí, los pobladores de Llano grande encontraron al cura tirado de bruces en el piso del rústico atrio. Su cuerpo estaba en cruz, con el rostro pegado a la tierra y con sus labios besaba el suelo. Domiro Lamas tenía lágrimas en los ojos y sólo repetía: «Así está mejor. Así está mejor».

                        La tensión ya no tenía espacio en el cielo de Llano grande. Una inmensa polvareda que ennegreció el ánimo de las familias era el anuncio de las cercanías de las tropas villistas. Estarían a unos cientos de metros. Sin atinar una ayuda de la providencia para escapar de la amargura de la leva o cosas peores por parte de las turbas revolucionarias, con los últimos arrestos de hombría que le quedaban, Toribio Benavides sacó su arma y se voló la tapa de los sesos frente a la mirada aprensiva de sus hijos que lejos estaban de entender por qué su padre se quitó la vida. Isabel, la esposa de Benavides, salió de su casa y echó a correr para esconderse detrás del monte. En el hogar del matrimonio sólo quedaron tres chiquillos que nunca, ni por asomo, escucharon de los arriesgues de “la bola”.

                        A unos cientos de metros del sitio donde yacía aún fresco el cadáver de Toribio Benavides, para evitar pasar entre una cañada formada por los cerros del Espigal y Lomo pelado, el general Francisco Villa ordenó a sus tropas cambiar el rumbo de la ruta, no quería ser presa de ninguna emboscada. Con esa decisión Villa y sus hombres bordearon el caserío de Llano grande cuyos moradores, sin siquiera saberlo, volvieron a quedar en su lacerante abandono.

 

 

Tultitlán, México, 10 de diciembre de 2020.

 NOTA: Publicado en la editorial App Ipstori en enero de 2021

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