A LA
ESPERA DEL GENERAL
Mauricio Yáñez
El sol no había aparecido en los últimos tres
días, el cielo cubierto de un manto blancuzco no era más que el llamado de
lluvia temprana. En el poblado de Llano grande las treinta o cuarenta familias
que allí residían estaban tensas, no por la llegada de la lluvia sino por la proximidad
de las huestes revolucionarias.
A
vuelo de pájaro se hizo constante y ligero el rumor del avance de las fuerzas
villistas por la comarca. Aunque a fuerza de verdad, nadie de los habitantes de
Llano grande había estado más cerca de la revolución que el parloteo de las
habladurías, esta ocasión todos dieron por cierto que el general Pancho Villa y
su División del Norte, en su marcha rumbo a la ciudad de México, pasaría sobre
Llano grande.
El
domingo anterior, al finalizar los servicios religiosos en que la mayoría de
las familias participaban, Narciso Urbina solicitó el permiso del párroco para
hacer el anuncio que su compadre, Ubaldo Ceniceros, le informó de la llegada del
general Villa a la región. A partir de aquel momento, en Llano grande se perdió
el reposo de las almas pudorosas. Por decires de la gente sabían de la
ferocidad del general revolucionario y del abuso de sus seguidores: leva,
robos, violaciones y otros atropellos dejaban al paso.
Fuera
de la iglesia se escuchó comentar a un par de comadres referente a los imaginarios
poderes mágicos del Centauro del Norte:
―Dicen
que embaraza a las mujeres con sólo mirarlas ―fue el dicho de Eduviges Campa.
―No
vaya a ser, Comadre, que embarace a mi Lupita. ¿Qué haremos? ―pronunció
compungida Ramoncita Barraza.
―Pos…
Yo que usted me la llevaba fuera de aquí, ni qué decir ―aseveró Eduviges, quien
para su fortuna ya no tenía hijas casaderas en su recaudo.
No
muy lejos de allí, un par de jóvenes soñadoras entrecerraban los ojos con la
ilusión de que cualquiera de los “Dorados” se fijara en ellas y se las llevaran
muy lejos de Llano grande, quizá hasta la capital.
La
noticia destrozó la tarde de ese domingo, el micro universo de Llano grande se fue
de bruces contra la realidad de la revolución. En las calles, al compás de la
ventisca, sólo parcos espíritus merodeaban el desasosiego. Apuraban medidas
urgentes. Los mayores se reunieron en la cantina de Martín, el tuerto, para
debatir el apremio ante la inminente llegada de Pancho Villa y sus corifeos. El
primero en hablar fue Bartolomé:
―Ante
la sinrazón de estos hombres y los males que traerán debemos evitar que entren
a Llano grande ―lo dijo mientras limpiaba sus recios bigotes después de beber
un trago de aguardiente.
―Pero,
¿cómo le hacemos? ―terció Jerónimo.
―Se
llevarán a los jóvenes y a nuestras mujeres, quizá nos maten a nosotros ―dijo
Serafín con voz apenas audible.
Así,
en la mente de todos y cada uno de ellos una insidiosa pregunta: ¿Cómo evitar
que Villa y sus hombres se aposentarán en la comarca? No había manera. Los
minutos y luego las horas pasaron quedito. Fue Martín, el dueño de la cantina
quién propuso una solución: Antes de hablar, con su único ojo vivo, miró a
todos sus oyentes. Tenía un solo ojo, pero miraba por cuatro.
―Semos
hombres, ¿qué no? Si viene por nosotros, pues entonces habrá que llegar primero
y no esperar a que ellos vengan. Salgamos al camino y pues que sea lo que Dios
quiera ―terminó su intervención y fijo la mirada en la puerta de la cantina,
como ya queriendo ver a los villistas.
―Explícate
―irrumpió el mismo Jerónimo al tiempo de golpear con el sombrero de palma sobre
su rodilla.
―Pues
yo digo, si Villa quiere entrar a Llano grande por soldados, pues que sean los
soldados que esperen a Villa. De esa manera nos evitamos que llegué hasta el
pueblo y quizá no toquen a nuestras mujeres y a nuestras vacas.
Aunque
todos asintieron nadie entendió el juicio del cantinero.
―Pero
aquí no hay soldados ―precisó Anacleto Buendía.
―Pues
habrá que nombrarlos ―insistió Martín.
Mucho
aguardiente corrió alrededor de esa única propuesta, ya hasta había llegado la
noche. Al final, aceptaron que era una buena salida para sus miedos.
Ahora
la tarea era escoger a los hombres que quisieran alistarse en las filas de la
revolución. Se pidieron voluntarios y nadie levantó la mano. Se invitó a los
solteros, porque ellos al fin nada tenían que perder, pero ninguno dio un paso
al frente. Después de otras tantas horas de acalorado desorden llegaron a un
acuerdo: cada una de las cinco familias con más prole entregaría a uno de sus
hijos adolescentes para que se unieran a la División del Norte. Así se
estableció y todos regresaron a sus hogares.
Las
familiar destinadas para salvar la integridad de la comunidad pasaron la noche
en vela con los preparativos de los arrestos de sus valerosos hijos. Muy
tempranito, aún no despuntaba el alba, los cinco jóvenes estaban en la salida
del pueblo. El miedo atenazaba sus caras de niños. Las madres lloraban.
Recibieron la bendición del cura y enfilaron su andar para encontrarse de
frente con la guerra. Su encomienda era desalentar cualquier idea de los
villistas de acercarse a Llano grande. Las frugales figuras se perdieron en la
saturación del espacio. Lo cierto es que tan pronto desaparecieron de la vista
de sus respectivos padres, echaron a correr en contrario al punto que se
pensaba sería tomado por el ex gobernador de Chihuahua y los suyos.
Lerdos,
cansinos, casi como olvidados avanzaron los siguientes días. Los oriundos de
Llano grande tapiaron las endebles ventanas de sus chozas. Escarbaron pequeños
pozos en los suelos arenosos de sus cocinas y allí enterraron los enceres que
consideraron tenían algún valor, casi siempre más de orden afectivo que
material. Las mujeres adultas se llevaron a las mujeres más jóvenes al monte, hasta
una zona arbolada, buscaron alguna saliente entre los cerros y construyeron una
especie de trinchera que encubrieron con gruesas ramas de arbustos y árboles.
Una
de esas tardes infaustas, Domiro Lamas, el sacerdote del lugar, decidió prender
fuego al templo. Las paredes y el techo del jacal que fungía como iglesia eran
de madera burda por lo que no tardaron en arruinarse. No quería que las
polvosas imágenes de santos, mucho menos el mísero altar, cayeran en manos de
aquellos hombres que, por lo demás, eran considerados ateos. Al acercarse al
lugar que ardía con singular frenesí, los pobladores de Llano grande
encontraron al cura tirado de bruces en el piso del rústico atrio. Su cuerpo
estaba en cruz, con el rostro pegado a la tierra y con sus labios besaba el
suelo. Domiro Lamas tenía lágrimas en los ojos y sólo repetía: «Así está mejor.
Así está mejor».
La
tensión ya no tenía espacio en el cielo de Llano grande. Una inmensa polvareda
que ennegreció el ánimo de las familias era el anuncio de las cercanías de las
tropas villistas. Estarían a unos cientos de metros. Sin atinar una ayuda de la
providencia para escapar de la amargura de la leva o cosas peores por parte de
las turbas revolucionarias, con los últimos arrestos de hombría que le quedaban,
Toribio Benavides sacó su arma y se voló la tapa de los sesos frente a la
mirada aprensiva de sus hijos que lejos estaban de entender por qué su padre se
quitó la vida. Isabel, la esposa de Benavides, salió de su casa y echó a correr
para esconderse detrás del monte. En el hogar del matrimonio sólo quedaron tres
chiquillos que nunca, ni por asomo, escucharon de los arriesgues de “la bola”.
A
unos cientos de metros del sitio donde yacía aún fresco el cadáver de Toribio
Benavides, para evitar pasar entre una cañada formada por los cerros del
Espigal y Lomo pelado, el general Francisco Villa ordenó a sus tropas cambiar
el rumbo de la ruta, no quería ser presa de ninguna emboscada. Con esa decisión
Villa y sus hombres bordearon el caserío de Llano grande cuyos moradores, sin
siquiera saberlo, volvieron a quedar en su lacerante abandono.
Tultitlán, México, 10 de diciembre de
2020.
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