La Última Columna[1]
Mauricio Yáñez
1
Atravesaron
pueblos sin nombre y sin gente. Las personas huían al saberse en el camino de
la revolución, nada querían saber de ella. En San Antonio el Alto escucharon
las campanas de su iglesia, llamando a nadie para la misa.
En
este andar, de allá para acá, se lograban consolidar algunas relaciones de
amistad entre la soldadesca, más por conveniencia que por otra razón, era mejor
permanecer unidos, eso les daba una fuerza solidaria ante la adversidad. Tal
fue el caso de Régulo e Hilario Gómez, quienes para mejor identificación entre
ellos se decían “compadres”. Hilario Gómez, venido con la turba desde Sonora. Decía
para él y para quienes quisieran escucharlo que era uno de los hombres de mayor
confianza del general sonorense y, ese hecho o dicho, lo presumía entre la
tropa para que lo respetaran, según.
Régulo
y su compadre Hilario Gómez, detuvieron su andar en las afueras del pueblo de
Celaya, no así la muchedumbre que avanzó hasta hacer suyo el lugar. Las casas,
cantinas e iglesias fueron llenándose poco a poco con seres sin rostro,
polvorines ambulantes que dejaban su rastro en cada rincón tocado por ellos.
Suciedad, embriaguez, violaciones y una fiesta eterna era su estela y su sello.
A diferencia del compadre Hilario, Régulo, por su parte, jamás se involucró más
de la cuenta, no aprendió los gritos que identificaban a las huestes
revolucionarias y que repetían como himno de identidad. “Viva mi general… hijos
de tal por cual”, ni le importó en lo mínimo. Tal y como fue anunciado, el
enemigo no tardó en llegar.
El
otro ejército, el enemigo, era igual que el de ellos, formado por el más
variado mosaico de gente pobre. Llegaron casi muertos de cansancio, con el
hambre reflejada en los ojos y la sed en la piel. Piel surcada por el tiempo,
gruesa, ampulosa y tostada por la larga exposición al sol. Había que pelear en
contra de ellos por los ideales, aunque ya nadie recordaba cuáles eran.
Durante
la batalla, los disparos se oyeron retumbar toda la mañana y toda la tarde,
horas y horas de pólvora, el tronido de las armas poco a poco cedió su espacio
a un silencio mayor. Sólo los ladridos de los hambrientos perros y algunos
quejidos cortaban la tranquilidad nocturna. Un enorme y escuálido perro salido
de cualquier lugar peleaba en contra de un coyote llegado también de quién sabe
qué parte por la posesión del despojo humeante de un caído. Se trenzaron en
férrea lucha hasta que el cansancio los venció, cada cual tomó por su lado y
también cada cual enseguida pudo hacerse de una pieza de carne fresca sin
molestar a nadie. Entre los cadáveres, Regulo avanzó con paso seguro a realizar
su tarea.
Se
ubicó, como tantos otros, en el campo de batalla, en ese otro ejército de
retaguardia que, en carretas tiradas por burros, recogía a los heridos y daba
sepultura a algunos de los muertos que las batallas dejaban al paso, pero sólo
hasta donde las fuerzas alcanzaban. Con los demás cuerpos hacían enormes
montones de despojos humanos que rociaban de petróleo y prendían fuego
esparciendo el olor a muerte durante semanas, cubriendo con una ceniza negruzca
y pegajosa cada poblado por el que pasaban. Nadie reparó en esa figura desgarbada
y mugrienta que, como ellos, se movía al amparo de las sombras. Los lamentos no
le preocuparon.
Este
grupo de soldados indigentes y alejados de todo respeto militar fue bautizado
por los revolucionarios como la última columna o la columna de las carretas, la
columna de la muerte.
Régulo
caminaba entre la humareda y entre los cadáveres, alejando a las aves de rapiña
de los cuerpos aún con vida, a enormes ratas rabiosas y otros animales
hambrientos que, con el olor de la sangre, llegaban hasta el campo de batalla,
le gruñían al paso defendiendo su presa. Esa noche, Régulo descubrió, casi por
azar, en medio de un lodazal, revuelto entre tierra y sangre el cuerpo, ya sin
vida, de su compadre Hilario Gómez que había caído muerto cuando una bala mal
dirigida le partiera el corazón en múltiples pedazos. El compadre, como casi
siempre en medio de las batallas, no se cubría con nada ni de nadie y gustaba
exponerse al paso de los proyectiles. Régulo soltó unas lágrimas por el alma
del compadre ya caído, lloró como hacía muchos años, no recordaba cuántos, por
un ser verdaderamente entrañable. Cubrió el cadáver con algunas piedras, sólo
para espantar a los animales, y como no sabía rezar lo único que se le ocurrió
decir fue: «ya te alcanzo más tarde compadre, horita tengo que trabajar y tú lo
sabes».
Inició
con los cadáveres que tenía a mano, trasculcando cada uno de los bolsillos
tanto de las camisas como de los indefensos pantalones, armas y balas no
formaban parte de sus intereses. Dinero, una prenda de oro (dientes incluidos)
o cualquier artefacto de valor que llamara su atención pasaban a formar parte
de su propiedad. La realidad es que no había mucho de donde pizcar, la mayoría
eran peones de viejas haciendas e indios sin patria que, como él, no portaban
un solo céntimo en los bolsillos.
Por
experiencia propia, Régulo sabía de la locuacidad con que trabaja la muerte,
algunos de los caídos sufrían de una terrible incontinencia poco antes de
morir, como para hacer más grande la deshonra de los perdedores; otros, morían
apretando los dientes, poniendo en ello el resto de vida que les quedaba y
haciendo difícil la tarea de Régulo. Nunca se detuvo a cerrar los ojos de
quienes cayeron mirando al cielo. Había cadáveres trozados en dos partes por
las balas de las 30-30. En el campo, ya sin vida, también había cuerpos de
mujeres soldaderas. Por una extraña razón, es decir, por una sinrazón, casi
todos los muertos aparecían descalzos describiendo la miseria que les rodeaba,
de ser el caso que alguien muriera con “buen” calzado, sin más, era despojado
de sus preciados zapatos para reúso.
Así
vivió Régulo desde los últimos meses o años, ya no recordaba. Una voz lo
distrajo de sus quehaceres «¡Mátame por favor, mátame te lo suplico!» Régulo
ubicó el lugar de donde partía el sonido. Volteó y sin escrúpulos empezó a
vaciarle los bolsillos y quitar las pocas cosas que portaba el quejoso. Era el
año de 1915 y la primavera recién había comenzado, la revolución y todos sus
quebrantos aún tenían para rato.
La
primera noche que pasaron juntos fue de descubrimientos mutuos, sin reproches
ni preguntas, cada cual se entendía para sí y de esta manera decidieron
continuar la vida.
Ángela
del Cielo, en más de una ocasión se quedó dormida con los ojos bien abiertos y
suelta del habla. Antes de que Régulo se marchará de su vida en varias
ocasiones le dijo: «Te veo rodeado de muertos. Muchos muertos, y tú ahí
haciendo quién sabe qué cosas». Él no opinaba, prefería no contrariarla y
desencadenar algún enojo del espíritu que la hacía hablar de sus visiones.
Con
su trabajo en los campos, Régulo no alcanzaba a dar de comer a todos sus
muchachos que comían, comían y comían, casi como si lo odiaran y, esa terrible
picazón que les aquejaba el cuerpo, todos tenían llagas supurantes de tanto
rasca y rasca. «Eso les pasa por lo que haces con los muertos —decía Ángela del
Cielo—, ni cien doctores podrán curarlos hasta que tú dejes de hacer lo que
haces». Por eso, cuando pasó la “bola” ni tantito lo pensó y se fue
siguiéndola, huyendo de sus propios males y de los sueños de su mujer. «Algún
día regresaré por ellos», dijo para sí.
Era
Juan Azcona quien se quejaba, una de sus piernas había sido desprendida de su
cuerpo y los intestinos ya estaban a flor de tierra.
—Te
juro que si me matas te doy a conocer un secreto. Yo sé dónde hay mucho oro y
te lo puedo decir.
—No
señor, eso no es cristiano.
—No
seas tonto, te vas hacer muy rico.
—Será,
pero no es cristiano.
—En
la iglesia de
Después
de pensarlo unos momentos.
—Está
bien, lo voy hacer por purita piedad, dígame.
—Sí,
detrás del retablo mayor, bajo el nicho de San Judas…
—Y
cómo sé que no me dice mentiras.
—En
Santiago todos me conocen, soy Juan Azcona, preguntas por mi casa…
Régulo
extrajo un puñal de entre sus ropas para cumplir con su parte del trato, un
tajo certero en el cuello sería suficiente, pero Azcona le ahorro el mal rato,
exhaló por voluntad propia.
Antes
del amanecer, Régulo encaminó sus pasos en dirección opuesta a la batalla.
Pese
a todo el trajín revolucionario, Santiago se mantenía apacible y con vida.
Preguntó por lo suyo:
—Sí,
aquí vivió el padre Juan pero hace mucho que se fue del pueblo, creo que desde
que llegó la revolución —dijo un entendido—. Sí, el atendía la iglesia, pero
hace mucho que está cerrada, pero si quiere pues vaya usted pa´ allá.
Con
las señas que le proporcionaron Régulo llegó al lugar, «así que era el
padrecito de este pueblo, quién le manda andar en la bola el muy…», pensó para
sus adentros.
El
sitio olía a encierro, a humedad, comido poco a poco por el tiempo. Imágenes
descarapeladas de santos sin manos o sin ojos por cuyos huecos paseaban
libremente las ratas. En el centro de lo que alguna vez fue el altar, un Cristo
vigilaba sus dominios y su desordenada grey, ya sin sangre y sin lágrimas de
tanta espera. Régulo, se abrió paso entre maderas podridas y telarañas. Detrás
del retablo mayor, encontró la caja que le había dicho el padre Juan Azcona, la
abrió con manos temblorosas y sólo olvido desenterró en ella.
Régulo
llegó hasta su hogar en el estado de Michoacán, Ángela del Cielo Bautista
Sánchez seguía conservando el rostro de niña y el cuerpo estragado, lucía un
embarazo de varios meses, él no reprochó nada, ya había andado bastante.
Cd. de México, 08 de octubre de 2004.