lunes, 31 de julio de 2023

LA ÚLTIMA COLUMNA

 


La Última Columna[1]

Mauricio Yáñez

 

1

 Régulo se encaminó por el rumbo que avanzaba la “bola”. Así se le conocía a la turba que acompañaba a los generales y líderes revolucionarios. Caminaron de noche, en descampado, con la luna de abril a sus espaldas, huyendo de las ráfagas de sol. Hombres, mujeres, niños y bestias, todos movidos por quién sabe qué imán que los atraía y llevaba de un lado a otro, en una fiesta permanente. Junto a este grupo de desposeídos, o mejor dicho, surcando los aíres y avanzando al parejo de los alzados, los acompañaba una parvada de aves de rapiña, listas para proceder a su mágica tarea.

                        Atravesaron pueblos sin nombre y sin gente. Las personas huían al saberse en el camino de la revolución, nada querían saber de ella. En San Antonio el Alto escucharon las campanas de su iglesia, llamando a nadie para la misa.

                        En este andar, de allá para acá, se lograban consolidar algunas relaciones de amistad entre la soldadesca, más por conveniencia que por otra razón, era mejor permanecer unidos, eso les daba una fuerza solidaria ante la adversidad. Tal fue el caso de Régulo e Hilario Gómez, quienes para mejor identificación entre ellos se decían “compadres”. Hilario Gómez, venido con la turba desde Sonora. Decía para él y para quienes quisieran escucharlo que era uno de los hombres de mayor confianza del general sonorense y, ese hecho o dicho, lo presumía entre la tropa para que lo respetaran, según.

                        Régulo y su compadre Hilario Gómez, detuvieron su andar en las afueras del pueblo de Celaya, no así la muchedumbre que avanzó hasta hacer suyo el lugar. Las casas, cantinas e iglesias fueron llenándose poco a poco con seres sin rostro, polvorines ambulantes que dejaban su rastro en cada rincón tocado por ellos. Suciedad, embriaguez, violaciones y una fiesta eterna era su estela y su sello. A diferencia del compadre Hilario, Régulo, por su parte, jamás se involucró más de la cuenta, no aprendió los gritos que identificaban a las huestes revolucionarias y que repetían como himno de identidad. “Viva mi general… hijos de tal por cual”, ni le importó en lo mínimo. Tal y como fue anunciado, el enemigo no tardó en llegar.

                        El otro ejército, el enemigo, era igual que el de ellos, formado por el más variado mosaico de gente pobre. Llegaron casi muertos de cansancio, con el hambre reflejada en los ojos y la sed en la piel. Piel surcada por el tiempo, gruesa, ampulosa y tostada por la larga exposición al sol. Había que pelear en contra de ellos por los ideales, aunque ya nadie recordaba cuáles eran.

                        Durante la batalla, los disparos se oyeron retumbar toda la mañana y toda la tarde, horas y horas de pólvora, el tronido de las armas poco a poco cedió su espacio a un silencio mayor. Sólo los ladridos de los hambrientos perros y algunos quejidos cortaban la tranquilidad nocturna. Un enorme y escuálido perro salido de cualquier lugar peleaba en contra de un coyote llegado también de quién sabe qué parte por la posesión del despojo humeante de un caído. Se trenzaron en férrea lucha hasta que el cansancio los venció, cada cual tomó por su lado y también cada cual enseguida pudo hacerse de una pieza de carne fresca sin molestar a nadie. Entre los cadáveres, Regulo avanzó con paso seguro a realizar su tarea.

                        Se ubicó, como tantos otros, en el campo de batalla, en ese otro ejército de retaguardia que, en carretas tiradas por burros, recogía a los heridos y daba sepultura a algunos de los muertos que las batallas dejaban al paso, pero sólo hasta donde las fuerzas alcanzaban. Con los demás cuerpos hacían enormes montones de despojos humanos que rociaban de petróleo y prendían fuego esparciendo el olor a muerte durante semanas, cubriendo con una ceniza negruzca y pegajosa cada poblado por el que pasaban. Nadie reparó en esa figura desgarbada y mugrienta que, como ellos, se movía al amparo de las sombras. Los lamentos no le preocuparon.

                        Este grupo de soldados indigentes y alejados de todo respeto militar fue bautizado por los revolucionarios como la última columna o la columna de las carretas, la columna de la muerte.

                        Régulo caminaba entre la humareda y entre los cadáveres, alejando a las aves de rapiña de los cuerpos aún con vida, a enormes ratas rabiosas y otros animales hambrientos que, con el olor de la sangre, llegaban hasta el campo de batalla, le gruñían al paso defendiendo su presa. Esa noche, Régulo descubrió, casi por azar, en medio de un lodazal, revuelto entre tierra y sangre el cuerpo, ya sin vida, de su compadre Hilario Gómez que había caído muerto cuando una bala mal dirigida le partiera el corazón en múltiples pedazos. El compadre, como casi siempre en medio de las batallas, no se cubría con nada ni de nadie y gustaba exponerse al paso de los proyectiles. Régulo soltó unas lágrimas por el alma del compadre ya caído, lloró como hacía muchos años, no recordaba cuántos, por un ser verdaderamente entrañable. Cubrió el cadáver con algunas piedras, sólo para espantar a los animales, y como no sabía rezar lo único que se le ocurrió decir fue: «ya te alcanzo más tarde compadre, horita tengo que trabajar y tú lo sabes».

                        Inició con los cadáveres que tenía a mano, trasculcando cada uno de los bolsillos tanto de las camisas como de los indefensos pantalones, armas y balas no formaban parte de sus intereses. Dinero, una prenda de oro (dientes incluidos) o cualquier artefacto de valor que llamara su atención pasaban a formar parte de su propiedad. La realidad es que no había mucho de donde pizcar, la mayoría eran peones de viejas haciendas e indios sin patria que, como él, no portaban un solo céntimo en los bolsillos.

                        Por experiencia propia, Régulo sabía de la locuacidad con que trabaja la muerte, algunos de los caídos sufrían de una terrible incontinencia poco antes de morir, como para hacer más grande la deshonra de los perdedores; otros, morían apretando los dientes, poniendo en ello el resto de vida que les quedaba y haciendo difícil la tarea de Régulo. Nunca se detuvo a cerrar los ojos de quienes cayeron mirando al cielo. Había cadáveres trozados en dos partes por las balas de las 30-30. En el campo, ya sin vida, también había cuerpos de mujeres soldaderas. Por una extraña razón, es decir, por una sinrazón, casi todos los muertos aparecían descalzos describiendo la miseria que les rodeaba, de ser el caso que alguien muriera con “buen” calzado, sin más, era despojado de sus preciados zapatos para reúso.

                        Así vivió Régulo desde los últimos meses o años, ya no recordaba. Una voz lo distrajo de sus quehaceres «¡Mátame por favor, mátame te lo suplico!» Régulo ubicó el lugar de donde partía el sonido. Volteó y sin escrúpulos empezó a vaciarle los bolsillos y quitar las pocas cosas que portaba el quejoso. Era el año de 1915 y la primavera recién había comenzado, la revolución y todos sus quebrantos aún tenían para rato.

 2

                         Régulo nació en un pequeño pueblo de Michoacán, hijo natural de un comerciante que, olvidándose de su propia mujer, también le hizo un hijo a la cuñada. Campesino de oficio y casado desde muy joven por la ley de Dios con Ángela del Cielo Bautista Sánchez, oriunda de San Juan del Río y madre de más de cuatro. Se casó con Régulo a los 14 años, aunque desde antes ya había conocido hombre, su miseria y los trabajos que le imponían en su casa, facilitaron que ella tomara una decisión y sin más fue a vivirse con Régulo. A pesar de los embarazos y que con el marido su situación en nada cambio, aún conservaba su cara de niña.

                        La primera noche que pasaron juntos fue de descubrimientos mutuos, sin reproches ni preguntas, cada cual se entendía para sí y de esta manera decidieron continuar la vida.

                        Ángela del Cielo, en más de una ocasión se quedó dormida con los ojos bien abiertos y suelta del habla. Antes de que Régulo se marchará de su vida en varias ocasiones le dijo: «Te veo rodeado de muertos. Muchos muertos, y tú ahí haciendo quién sabe qué cosas». Él no opinaba, prefería no contrariarla y desencadenar algún enojo del espíritu que la hacía hablar de sus visiones.

                        Con su trabajo en los campos, Régulo no alcanzaba a dar de comer a todos sus muchachos que comían, comían y comían, casi como si lo odiaran y, esa terrible picazón que les aquejaba el cuerpo, todos tenían llagas supurantes de tanto rasca y rasca. «Eso les pasa por lo que haces con los muertos —decía Ángela del Cielo—, ni cien doctores podrán curarlos hasta que tú dejes de hacer lo que haces». Por eso, cuando pasó la “bola” ni tantito lo pensó y se fue siguiéndola, huyendo de sus propios males y de los sueños de su mujer. «Algún día regresaré por ellos», dijo para sí.

 

 

                        Era Juan Azcona quien se quejaba, una de sus piernas había sido desprendida de su cuerpo y los intestinos ya estaban a flor de tierra.

                        —Te juro que si me matas te doy a conocer un secreto. Yo sé dónde hay mucho oro y te lo puedo decir.

                        —No señor, eso no es cristiano.

                        —No seas tonto, te vas hacer muy rico.

                        —Será, pero no es cristiano.

                        —En la iglesia de la Inmaculada, en el pueblo de Santiago, allá muy cerca de Querétaro, existe un lugar con un gran tesoro, si prometes acabar con mis dolencias te digo dónde está. Si no todo ese oro se va a volver polvo de tan viejo, puede ser tuyo, júrame que me darás el tiro de gracia.

                        Después de pensarlo unos momentos.

                        —Está bien, lo voy hacer por purita piedad, dígame.

                        —Sí, detrás del retablo mayor, bajo el nicho de San Judas…

                        —Y cómo sé que no me dice mentiras.

                        —En Santiago todos me conocen, soy Juan Azcona, preguntas por mi casa…

                        Régulo extrajo un puñal de entre sus ropas para cumplir con su parte del trato, un tajo certero en el cuello sería suficiente, pero Azcona le ahorro el mal rato, exhaló por voluntad propia.

                        Antes del amanecer, Régulo encaminó sus pasos en dirección opuesta a la batalla.

 

 

                        Pese a todo el trajín revolucionario, Santiago se mantenía apacible y con vida. Preguntó por lo suyo:

                        —Sí, aquí vivió el padre Juan pero hace mucho que se fue del pueblo, creo que desde que llegó la revolución —dijo un entendido—. Sí, el atendía la iglesia, pero hace mucho que está cerrada, pero si quiere pues vaya usted pa´ allá.

                        Con las señas que le proporcionaron Régulo llegó al lugar, «así que era el padrecito de este pueblo, quién le manda andar en la bola el muy…», pensó para sus adentros.

                        El sitio olía a encierro, a humedad, comido poco a poco por el tiempo. Imágenes descarapeladas de santos sin manos o sin ojos por cuyos huecos paseaban libremente las ratas. En el centro de lo que alguna vez fue el altar, un Cristo vigilaba sus dominios y su desordenada grey, ya sin sangre y sin lágrimas de tanta espera. Régulo, se abrió paso entre maderas podridas y telarañas. Detrás del retablo mayor, encontró la caja que le había dicho el padre Juan Azcona, la abrió con manos temblorosas y sólo olvido desenterró en ella.

 

 

                        Régulo llegó hasta su hogar en el estado de Michoacán, Ángela del Cielo Bautista Sánchez seguía conservando el rostro de niña y el cuerpo estragado, lucía un embarazo de varios meses, él no reprochó nada, ya había andado bastante.

 

 

Cd. de México, 08 de octubre de 2004.

 



[1] El cuento La última columna fue publicado por la Editorial App IPSTORI en septiembre de 2020.

jueves, 20 de julio de 2023

A LA ESPERA DEL GENERAL

 



A LA ESPERA DEL GENERAL

Mauricio Yáñez

 

El sol no había aparecido en los últimos tres días, el cielo cubierto de un manto blancuzco no era más que el llamado de lluvia temprana. En el poblado de Llano grande las treinta o cuarenta familias que allí residían estaban tensas, no por la llegada de la lluvia sino por la proximidad de las huestes revolucionarias.

                        A vuelo de pájaro se hizo constante y ligero el rumor del avance de las fuerzas villistas por la comarca. Aunque a fuerza de verdad, nadie de los habitantes de Llano grande había estado más cerca de la revolución que el parloteo de las habladurías, esta ocasión todos dieron por cierto que el general Pancho Villa y su División del Norte, en su marcha rumbo a la ciudad de México, pasaría sobre Llano grande.

                        El domingo anterior, al finalizar los servicios religiosos en que la mayoría de las familias participaban, Narciso Urbina solicitó el permiso del párroco para hacer el anuncio que su compadre, Ubaldo Ceniceros, le informó de la llegada del general Villa a la región. A partir de aquel momento, en Llano grande se perdió el reposo de las almas pudorosas. Por decires de la gente sabían de la ferocidad del general revolucionario y del abuso de sus seguidores: leva, robos, violaciones y otros atropellos dejaban al paso.

                        Fuera de la iglesia se escuchó comentar a un par de comadres referente a los imaginarios poderes mágicos del Centauro del Norte:

                        ―Dicen que embaraza a las mujeres con sólo mirarlas ―fue el dicho de Eduviges Campa.

                        ―No vaya a ser, Comadre, que embarace a mi Lupita. ¿Qué haremos? ―pronunció compungida Ramoncita Barraza.

                        ―Pos… Yo que usted me la llevaba fuera de aquí, ni qué decir ―aseveró Eduviges, quien para su fortuna ya no tenía hijas casaderas en su recaudo.

                        No muy lejos de allí, un par de jóvenes soñadoras entrecerraban los ojos con la ilusión de que cualquiera de los “Dorados” se fijara en ellas y se las llevaran muy lejos de Llano grande, quizá hasta la capital.

                        La noticia destrozó la tarde de ese domingo, el micro universo de Llano grande se fue de bruces contra la realidad de la revolución. En las calles, al compás de la ventisca, sólo parcos espíritus merodeaban el desasosiego. Apuraban medidas urgentes. Los mayores se reunieron en la cantina de Martín, el tuerto, para debatir el apremio ante la inminente llegada de Pancho Villa y sus corifeos. El primero en hablar fue Bartolomé:

                        ―Ante la sinrazón de estos hombres y los males que traerán debemos evitar que entren a Llano grande ―lo dijo mientras limpiaba sus recios bigotes después de beber un trago de aguardiente.

                        ―Pero, ¿cómo le hacemos? ―terció Jerónimo.

                        ―Se llevarán a los jóvenes y a nuestras mujeres, quizá nos maten a nosotros ―dijo Serafín con voz apenas audible.

                        Así, en la mente de todos y cada uno de ellos una insidiosa pregunta: ¿Cómo evitar que Villa y sus hombres se aposentarán en la comarca? No había manera. Los minutos y luego las horas pasaron quedito. Fue Martín, el dueño de la cantina quién propuso una solución: Antes de hablar, con su único ojo vivo, miró a todos sus oyentes. Tenía un solo ojo, pero miraba por cuatro.

                        ―Semos hombres, ¿qué no? Si viene por nosotros, pues entonces habrá que llegar primero y no esperar a que ellos vengan. Salgamos al camino y pues que sea lo que Dios quiera ―terminó su intervención y fijo la mirada en la puerta de la cantina, como ya queriendo ver a los villistas.

                        ―Explícate ―irrumpió el mismo Jerónimo al tiempo de golpear con el sombrero de palma sobre su rodilla.

                        ―Pues yo digo, si Villa quiere entrar a Llano grande por soldados, pues que sean los soldados que esperen a Villa. De esa manera nos evitamos que llegué hasta el pueblo y quizá no toquen a nuestras mujeres y a nuestras vacas.

                        Aunque todos asintieron nadie entendió el juicio del cantinero.

                        ―Pero aquí no hay soldados ―precisó Anacleto Buendía.

                        ―Pues habrá que nombrarlos ―insistió Martín.

                        Mucho aguardiente corrió alrededor de esa única propuesta, ya hasta había llegado la noche. Al final, aceptaron que era una buena salida para sus miedos.

                        Ahora la tarea era escoger a los hombres que quisieran alistarse en las filas de la revolución. Se pidieron voluntarios y nadie levantó la mano. Se invitó a los solteros, porque ellos al fin nada tenían que perder, pero ninguno dio un paso al frente. Después de otras tantas horas de acalorado desorden llegaron a un acuerdo: cada una de las cinco familias con más prole entregaría a uno de sus hijos adolescentes para que se unieran a la División del Norte. Así se estableció y todos regresaron a sus hogares.

                        Las familiar destinadas para salvar la integridad de la comunidad pasaron la noche en vela con los preparativos de los arrestos de sus valerosos hijos. Muy tempranito, aún no despuntaba el alba, los cinco jóvenes estaban en la salida del pueblo. El miedo atenazaba sus caras de niños. Las madres lloraban. Recibieron la bendición del cura y enfilaron su andar para encontrarse de frente con la guerra. Su encomienda era desalentar cualquier idea de los villistas de acercarse a Llano grande. Las frugales figuras se perdieron en la saturación del espacio. Lo cierto es que tan pronto desaparecieron de la vista de sus respectivos padres, echaron a correr en contrario al punto que se pensaba sería tomado por el ex gobernador de Chihuahua y los suyos.

                        Lerdos, cansinos, casi como olvidados avanzaron los siguientes días. Los oriundos de Llano grande tapiaron las endebles ventanas de sus chozas. Escarbaron pequeños pozos en los suelos arenosos de sus cocinas y allí enterraron los enceres que consideraron tenían algún valor, casi siempre más de orden afectivo que material. Las mujeres adultas se llevaron a las mujeres más jóvenes al monte, hasta una zona arbolada, buscaron alguna saliente entre los cerros y construyeron una especie de trinchera que encubrieron con gruesas ramas de arbustos y árboles.

                        Una de esas tardes infaustas, Domiro Lamas, el sacerdote del lugar, decidió prender fuego al templo. Las paredes y el techo del jacal que fungía como iglesia eran de madera burda por lo que no tardaron en arruinarse. No quería que las polvosas imágenes de santos, mucho menos el mísero altar, cayeran en manos de aquellos hombres que, por lo demás, eran considerados ateos. Al acercarse al lugar que ardía con singular frenesí, los pobladores de Llano grande encontraron al cura tirado de bruces en el piso del rústico atrio. Su cuerpo estaba en cruz, con el rostro pegado a la tierra y con sus labios besaba el suelo. Domiro Lamas tenía lágrimas en los ojos y sólo repetía: «Así está mejor. Así está mejor».

                        La tensión ya no tenía espacio en el cielo de Llano grande. Una inmensa polvareda que ennegreció el ánimo de las familias era el anuncio de las cercanías de las tropas villistas. Estarían a unos cientos de metros. Sin atinar una ayuda de la providencia para escapar de la amargura de la leva o cosas peores por parte de las turbas revolucionarias, con los últimos arrestos de hombría que le quedaban, Toribio Benavides sacó su arma y se voló la tapa de los sesos frente a la mirada aprensiva de sus hijos que lejos estaban de entender por qué su padre se quitó la vida. Isabel, la esposa de Benavides, salió de su casa y echó a correr para esconderse detrás del monte. En el hogar del matrimonio sólo quedaron tres chiquillos que nunca, ni por asomo, escucharon de los arriesgues de “la bola”.

                        A unos cientos de metros del sitio donde yacía aún fresco el cadáver de Toribio Benavides, para evitar pasar entre una cañada formada por los cerros del Espigal y Lomo pelado, el general Francisco Villa ordenó a sus tropas cambiar el rumbo de la ruta, no quería ser presa de ninguna emboscada. Con esa decisión Villa y sus hombres bordearon el caserío de Llano grande cuyos moradores, sin siquiera saberlo, volvieron a quedar en su lacerante abandono.

 

 

Tultitlán, México, 10 de diciembre de 2020.

 NOTA: Publicado en la editorial App Ipstori en enero de 2021