Mosaico Revolucionario[1]
Mauricio Yáñez
Para Felipe Chávez.
Era
el otoño del sesenta y ocho, a inicios de octubre. Una multitud de jóvenes nos
encontrábamos arremolinados en la Plaza de las Tres Culturas. Un edificio con
cientos de vidrios y fuerte color óxido nos miraba con extrañeza, sus
habitantes tímidamente se dejaban ver el rostro, rostro multifacético: ora
triste, ora preocupado, ora molesto, ora revolucionario, ora opresor.
En lo alto de aquel
condominio se leía el nombre de uno de los estados del norte del país. Del lado
sur de la plaza, teníamos como marco los restos de nuestros antepasados, la
presencia insepulta de nuestra cultura. Vestigios de la raza que fue mutilada y
sometida cinco siglos atrás; más al fondo, nos vigilaba el eterno contraste, la
moderna torre que albergaba al Ministerio de relaciones con el exterior.
Cierto, muchos jóvenes
estábamos allí, pero también amas de casa y niños y ancianos, reunidos por
quién sabe qué fuerzas. La tarde a punto de extinguirse. Nuestros destinos llegaban
a un punto nodal, punto efímero, transitorio, al mismo tiempo punto importante
con repercusiones históricas.
Un año antes había iniciado
mis estudios universitarios, cursaba la carrera de medicina. Combinaba mis clases
de anatomía, histología, historia de la medicina, laboratorios de bioquímica,
de biología celular, con pláticas y conferencias sobre lucha política.
Un día, sin más, se dio la
ocupación de nuestra casa de estudios por parte del ejército. Las clases se
suspendieron y yo me integré al comité de huelga de la facultad. Se dieron los
primeros enfrentamientos entre estudiantes y la gente de seguridad nacional
arrojando saldos de muerte estudiantil. La nación vivía una fuerte
efervescencia política en todas partes. Escuché a José Revueltas y Heberto
Castillo, entre otros, que participaban trazando la ideología de lucha. Había
constantes movilizaciones estudiantiles, discursos en diferentes foros, se
percibía la agitación nerviosa en todas partes, los Beatles eran el fondo
musical en que se desarrollaba todo esto.
En nuestras demandas
solicitábamos el respeto irrestricto a la autonomía universitaria, el desalojo
del campo y las instalaciones de la Universidad Nacional por parte de los
soldados; también, la renuncia de varios funcionarios públicos que habían
sobrepasado el límite de su autoridad. El gobierno ignoraba nuestras
peticiones.
Esa tarde pasé a la casa de
Victoria, compañera de facultad y activa dirigente del movimiento. Sus verdes
ojos me recibieron en la puerta de su vivienda, me invitó a pasar y a comer. La
mesa fue engalanada con unos sabrosos guisos preparados por doña Regina, la
mamá de Victoria. La plática que se desarrolló en el transcurso de la comida
giró sobre el tema de las manifestaciones de protesta que se llevaban a cabo en
la ciudad.
—No muchachos, lo que pasa es
que ustedes no quieren entender que con el gobierno jamás se podrá, además, lo
que ustedes tienen que hacer es ponerse a estudiar.
—Pero mamá, ¿dónde vamos a estudiar
si toda la Universidad está bloqueada? Te encuentras con soldados en todas
partes.
—Mamá, tendrías que asistir un día a la Universidad
para que veas todo aquello y te puedas convencer —terció Fidel, el hermano de
Victoria, estudiante del quinto semestre de ingeniería.
—De todos modos, no me gusta
que se estén peleando contra el gobierno. Un día les pueden dar un buen susto, Dios
no lo quiera, pero alguien puede salir lastimado. Tú Adán —mirándome
directamente a los ojos—. ¿No piensas en lo que les pueden hacer?
Giramos el sentido de la
charla, la preocupación de doña Regina era la preocupación general y no era el
caso hacerlo notar en esos momentos, todos imaginamos los riesgos que
corríamos.
El postre lo acompañamos con
frescas anécdotas que doña Regina narró acerca de su actividad como bailarina
en una carpa veintitantos años atrás. También nos comentó sobre el efímero
matrimonio con el padre de Fidel y Victoria, a quien el alcoholismo lo llevó a
la tumba. Me despedí de doña Regina y esperé a Victoria fuera de la casa, Fidel
dijo que no iba a asistir aquella tarde a la manifestación. Cruzamos Reforma y
caminamos por el jardín de Santiago rumbo a la plaza de Tlatelolco.
—¿Tienes idea para cuándo
concluirá la huelga? —preguntó Victoria.
—No, supongo que en el
gobierno no va a darnos la razón.
—Pero, ¿y la prensa
internacional?
—-No les importa.
Cuando llegamos a la plaza ya
había muchos compañeros, comentaban los sucesos y las noticias del día. En el
estrado (tercer piso del edificio Chihuahua) se examinaba el sonido de los
micrófonos, Victoria y yo nos acercamos al lugar de donde partían las voces.
Después de estos instantes
las imágenes en mis recuerdos son inciertas, confusas, lejanas, borrosas. Un
orador ante el micrófono, no sé qué está diciendo, no le escucho. Victoria me
abraza, pega su cuerpo junto al mío. La figura del compañero que está hablando
persiste, trae un pantalón de mezclilla, usa barba y porta unos diminutos
lentes. Su imagen, suavemente se aleja de la memoria. Una pareja se besa con un
amor incestuoso, entre hermanos de lucha, de credo, de pensamiento ideológico.
En el escenario hay mucha
gente, tienen caras preocupadas. Aspiro el tenue aroma del perfume de Victoria.
Sus verdes ojos me miran interrogantes, no le contesto, le devuelvo la mirada y
la pregunta. La gente en el estrado, las voces retumban, ¿qué dicen?, nadie lo
sabe o mejor dicho todos lo saben, pero nadie entiende o nadie quiere entender.
Mi memoria sigue embriagada por el recuerdo, ebria de imágenes confusas,
borracha por el presente olvido. Victoria pasa una mano por mi cintura, los
compañeros siguen hablando, gesticulando improperios. Un señor, seguramente un
obrero, con cara ceniza y abundantes bigotes me mira y me sonríe. Levanto los
dedos en forma de "V" de la victoria del triunfo venidero, ¿cuál
triunfo?, no recuerdo. Alguien trae una gorra simulando al “Che” Guevara. Una
muchacha porta en la espalda de su chamarra el logo de los Rolling Stones. Se pierden
más imágenes, se quedaron en el limbo, en una fisura cerebral, en una
circunvolución aún desconocida.
Alguien dijo: «Hola Adán» yo
volteó, pero no reconozco a nadie ¿quiénes estuvimos allí esa tarde?, Pedro,
Juan, Pablo, Roberto, Luis, Toño ¿quién lo sabe? ¿Quién conoce el nombre de los
héroes? ¿Quién sabe el de los villanos?, díganlo. Lo esmeralda de los ojos de
Victoria se perdían con lo grisáceo de la tarde. Un fresco viento ondulaba su
ligera cabellera. El sol se ocultaba a nuestra espalda. Los hablantes
continuaban con su incansable labor. También confundo los sonidos y los colores.
Victoria algo decía. Los compañeros en el estrado aún con el micrófono en la
mano. En el cielo un pájaro de acero habló: Batallón Olimpia... Luces
multicolores se desprendieron del cielo. Sonidos venidos de todas las partes de
la tierra nos encerraron en un círculo diminuto. Todos los allí presentes
comenzamos a correr sin dirección, partiendo hacia todos los puntos, al
enfrentamiento con la muerte, a la cita trazada, coloreando de rojo el otoño.
Victoria se desprendió de mi brazo, perdí el equilibrio, me levanté y corrí,
corrí, corrí, chocando con compañeros, con amigos, con cuerpos sin rostro, con
muertos circulantes, asexuales, ateos, apolíticos.
En mi loca carrera
trastabillé, besé el suelo. Masas informes me sujetaban el ánimo, me reclamaban
la existencia, me crucé con brazos sueltos indicándome la "V" de la
victoria. Sexos llenos de lujuria quedándose al filo del orgasmo. Ojos de
diferentes colores, coquetos, sin rostros para adornar. Lenguas mordaces,
ligeras, que habían clamado libertad y justicia, seguían en un monólogo
interminable. Oídos sordos que escuchaban el canto de la "tartamuda".
En la confusión me separé de Victoria, nos perdimos el uno del otro, deseaba
que ella también estuviera bien. Seguí corriendo, hasta donde la memoria me
alcanza.
Estaba en un sótano. Los
gritos agónicos seguían escuchándose a lo lejos. Yo no sentía ningún dolor,
estaba empapado, pero bien físicamente. Mis ojos se acostumbraron a la penumbra
y pude distinguir algunos bultos en movimiento, algo susurraban entre dientes,
gimoteando, eran tres o cuatro no recuerdo bien. Uno de ellos se retorcía en
forma feroz, retomando la posición uterina, los demás algo miraban a su
compañero, temblaban de frío y de miedo. Yo tenía las piernas entumecidas,
escuché que algo dijeron de la Universidad, me acerqué y presenté con ellos. Oí
a alguien decir que estudiaba la prepa. El que se retorcía vestía de blanco,
estaba herido. Uno de ellos dijo llamarse Ignacio, posteriormente me enteré,
por él mismo, de su verdadero nombre: Rafael Lozano. Comentamos los
acontecimientos recién vividos. El que estudiaba prepa nos informó del lugar en
que estábamos refugiados: era el sótano de una pequeña fábrica de productos de
unicel, nos encontrábamos en el lugar de las calderas, la planta estaba ubicada
en la calle de Lerdo, cómo llegué hasta allí aún lo ignoro. El herido nos
volvió a la realidad.
Por una minúscula ventana se
introducía la luz nocturna. Los ruidos habían cesado en el exterior, el
silencio que vivíamos no era un silencio por ausencia de ruidos, era un
silencio provocado intencionalmente, todo estaba callado, no funcionaba la
energía eléctrica, no transitaban vehículos, la noche nos envolvía en ese
pestilente sepulcro. Los quejidos de nuestro compañero aumentaron de tono,
encendí un cerillo para ver qué le ocurría al que estaba tirado en el suelo,
¡oh!, con esfuerzo sobre humano se detenía las vísceras, la cavidad abdominal
semejaba un capullo de rosa recién abierto, la blancura de su ropa vista de
espaldas, contrastaba con el rojo intenso del frente. Con mis escasos
conocimientos de medicina alcancé a comprender que aquel herido anónimo se iba
a morir allí mismo, se lo hice saber a mis otros condiscípulos, el
preparatoriano comenzó a llorar.
—¡A todos no va a cargar la
chingada!
—Cálmate, no te desesperes,
tenemos que buscar la manera de salir de aquí.
—¡Nos darán en la madre,
hasta aquí llegó esta pinche vida! y todo por andar en pendejadas, quesque le
estaba haciendo al revolucionario.
—No grites, nos encontrarán
más fácil con tus pinches lloriqueos —Ignacio (Rafael Lozano) trataba de
apaciguarlo.
El dolor aumentó en las
heridas de mi compañero que se encontraba recostado en el suelo, perdió el conocimiento,
pero seguía quejándose rítmicamente, constante y monótono. Empezó a destilar un
pestilente aroma, se cagó.
Ignacio y yo permanecimos en
silencio, sin atinar a decir nada. Me sumí en un sangrante pensamiento, el reloj
se detuvo aquel instante.
—¡No se dan cuenta que nos va
a partir la madre, que hasta aquí llegamos, esos hijos de su puta madre no
perdonan!... casi por salir de la prepa y tenía que ocurrir todo este desmadre...
mis padres, ¿qué estarán pensando ellos?, seguro que están preocupados... ¿Quién
me manda andar metido en estos líos? ¿Qué he hecho de mi vida?, nada. Puras
tonterías, y ahora que pensaba que estaba haciendo algo productivo nos dan en
la madre… ¿Saldremos de aquí algún día?, luego este guey aullando como si fueran
a venir por él... Lupe, mi novia, ahorita estuviera con ella.
Continuó con su larga
perorata hasta que se le terminaron los lamentos. Ignacio y yo apuntábamos
nuestra atención al compañero herido hasta que dejó de quejarse, también cesó
de respirar, había muerto.
¿Cómo salir de allí?, era la
pregunta apremiante.
Una nueva ofuscación mental
se me cruza en la cabeza, es algo como caer a un pozo sin fondo, oscuro,
lejano, con la incertidumbre perenne, con las dudas acrecentándose día con día,
mordiendo los espacios lúcidos.
—¿Qué pasó? —pregunté a
Ignacio—. ¿Por qué la matanza?
—Porque estábamos dando mucha
lata, es la respuesta del gobierno, abrupta, despiadada. Según ellos para
hacernos entender, para que doblemos las manos en señal de obediencia, para que
nos refugiemos en nuestras casas esperando a que ellos nos llamen a rendirles
honores, para demostrarnos su estúpido poder.
—¿Y, ahora?
—Nada, debemos seguir
adelante, ¿hasta cuándo?, no lo sé, pero tenemos que continuar.
Acordamos salir por la puerta que habíamos entrado, cada quien huiría por su lado, si llegaban a aprehender a alguno de nosotros no nos habíamos conocido, nadie sabe nada del muerto. El silencio en el exterior era total, la madrugada era fría. Corrimos, cada cual por su lado, sin detenernos, como liberados de un larguísimo cautiverio. A lo lejos escuché unos disparos, ¿quién caería? ¿Quién será el próximo? A Victoria, jamás volví a verla.
Ciudad de México, septiembre de 1996.
[1] Este cuento se publicó en el Boletín Cultural ENAH. Órgano informativo
y cultural de