Historia(s) a (des)tiempo
lunes, 28 de octubre de 2024
miércoles, 18 de septiembre de 2024
AMOR DE CUMBIA
Amor de cumbia
El barrio es identidad, es la casa, es la
familia, son los amigos. Amor de cumbia
es una novela corta que cuenta la historia de cinco adolescentes inmersos en el
ambiente de la cultura sonidera de los años setenta y ochenta en la gran urbe
de la CDMX y municipios colindantes.
Las pérdidas de juventud y sus quebrantos,
el reencuentro con amigos e ilusiones de amores negados, la búsqueda de los
otros y la posibilidad de encontrar sus propias huellas, son los temas significativos
que recorren los pasajes de este libro.
“El final de esta historia comienza el día del reencuentro con María Leira, mi secreto amor de adolescencia que no había visto en muchos años, desde la infausta noche del concurso de baile, la misma noche que asesinaron a mi primo Emilio, el Oso. La muerte de Emilio estuvo llena de inconsistencias y transgresiones a su propio momento histórico. Era apenas algo más que un niño cuando una bala le arrebató el destino y la vida. Por la misma razón, todos los participantes del enfermizo embrujo de aquel suceso quedamos marcados para el resto de nuestras vidas”.
Amor de cumbia
(H. Ayuntamiento Constitucional de
Tlalnepantla de Baz, 2024)
domingo, 18 de agosto de 2024
MOSAICO REVOLUCIONARIO
Mosaico Revolucionario[1]
Mauricio Yáñez
Para Felipe Chávez.
Era
el otoño del sesenta y ocho, a inicios de octubre. Una multitud de jóvenes nos
encontrábamos arremolinados en la Plaza de las Tres Culturas. Un edificio con
cientos de vidrios y fuerte color óxido nos miraba con extrañeza, sus
habitantes tímidamente se dejaban ver el rostro, rostro multifacético: ora
triste, ora preocupado, ora molesto, ora revolucionario, ora opresor.
En lo alto de aquel
condominio se leía el nombre de uno de los estados del norte del país. Del lado
sur de la plaza, teníamos como marco los restos de nuestros antepasados, la
presencia insepulta de nuestra cultura. Vestigios de la raza que fue mutilada y
sometida cinco siglos atrás; más al fondo, nos vigilaba el eterno contraste, la
moderna torre que albergaba al Ministerio de relaciones con el exterior.
Cierto, muchos jóvenes
estábamos allí, pero también amas de casa y niños y ancianos, reunidos por
quién sabe qué fuerzas. La tarde a punto de extinguirse. Nuestros destinos llegaban
a un punto nodal, punto efímero, transitorio, al mismo tiempo punto importante
con repercusiones históricas.
Un año antes había iniciado
mis estudios universitarios, cursaba la carrera de medicina. Combinaba mis clases
de anatomía, histología, historia de la medicina, laboratorios de bioquímica,
de biología celular, con pláticas y conferencias sobre lucha política.
Un día, sin más, se dio la
ocupación de nuestra casa de estudios por parte del ejército. Las clases se
suspendieron y yo me integré al comité de huelga de la facultad. Se dieron los
primeros enfrentamientos entre estudiantes y la gente de seguridad nacional
arrojando saldos de muerte estudiantil. La nación vivía una fuerte
efervescencia política en todas partes. Escuché a José Revueltas y Heberto
Castillo, entre otros, que participaban trazando la ideología de lucha. Había
constantes movilizaciones estudiantiles, discursos en diferentes foros, se
percibía la agitación nerviosa en todas partes, los Beatles eran el fondo
musical en que se desarrollaba todo esto.
En nuestras demandas
solicitábamos el respeto irrestricto a la autonomía universitaria, el desalojo
del campo y las instalaciones de la Universidad Nacional por parte de los
soldados; también, la renuncia de varios funcionarios públicos que habían
sobrepasado el límite de su autoridad. El gobierno ignoraba nuestras
peticiones.
Esa tarde pasé a la casa de
Victoria, compañera de facultad y activa dirigente del movimiento. Sus verdes
ojos me recibieron en la puerta de su vivienda, me invitó a pasar y a comer. La
mesa fue engalanada con unos sabrosos guisos preparados por doña Regina, la
mamá de Victoria. La plática que se desarrolló en el transcurso de la comida
giró sobre el tema de las manifestaciones de protesta que se llevaban a cabo en
la ciudad.
—No muchachos, lo que pasa es
que ustedes no quieren entender que con el gobierno jamás se podrá, además, lo
que ustedes tienen que hacer es ponerse a estudiar.
—Pero mamá, ¿dónde vamos a estudiar
si toda la Universidad está bloqueada? Te encuentras con soldados en todas
partes.
—Mamá, tendrías que asistir un día a la Universidad
para que veas todo aquello y te puedas convencer —terció Fidel, el hermano de
Victoria, estudiante del quinto semestre de ingeniería.
—De todos modos, no me gusta
que se estén peleando contra el gobierno. Un día les pueden dar un buen susto, Dios
no lo quiera, pero alguien puede salir lastimado. Tú Adán —mirándome
directamente a los ojos—. ¿No piensas en lo que les pueden hacer?
Giramos el sentido de la
charla, la preocupación de doña Regina era la preocupación general y no era el
caso hacerlo notar en esos momentos, todos imaginamos los riesgos que
corríamos.
El postre lo acompañamos con
frescas anécdotas que doña Regina narró acerca de su actividad como bailarina
en una carpa veintitantos años atrás. También nos comentó sobre el efímero
matrimonio con el padre de Fidel y Victoria, a quien el alcoholismo lo llevó a
la tumba. Me despedí de doña Regina y esperé a Victoria fuera de la casa, Fidel
dijo que no iba a asistir aquella tarde a la manifestación. Cruzamos Reforma y
caminamos por el jardín de Santiago rumbo a la plaza de Tlatelolco.
—¿Tienes idea para cuándo
concluirá la huelga? —preguntó Victoria.
—No, supongo que en el
gobierno no va a darnos la razón.
—Pero, ¿y la prensa
internacional?
—-No les importa.
Cuando llegamos a la plaza ya
había muchos compañeros, comentaban los sucesos y las noticias del día. En el
estrado (tercer piso del edificio Chihuahua) se examinaba el sonido de los
micrófonos, Victoria y yo nos acercamos al lugar de donde partían las voces.
Después de estos instantes
las imágenes en mis recuerdos son inciertas, confusas, lejanas, borrosas. Un
orador ante el micrófono, no sé qué está diciendo, no le escucho. Victoria me
abraza, pega su cuerpo junto al mío. La figura del compañero que está hablando
persiste, trae un pantalón de mezclilla, usa barba y porta unos diminutos
lentes. Su imagen, suavemente se aleja de la memoria. Una pareja se besa con un
amor incestuoso, entre hermanos de lucha, de credo, de pensamiento ideológico.
En el escenario hay mucha
gente, tienen caras preocupadas. Aspiro el tenue aroma del perfume de Victoria.
Sus verdes ojos me miran interrogantes, no le contesto, le devuelvo la mirada y
la pregunta. La gente en el estrado, las voces retumban, ¿qué dicen?, nadie lo
sabe o mejor dicho todos lo saben, pero nadie entiende o nadie quiere entender.
Mi memoria sigue embriagada por el recuerdo, ebria de imágenes confusas,
borracha por el presente olvido. Victoria pasa una mano por mi cintura, los
compañeros siguen hablando, gesticulando improperios. Un señor, seguramente un
obrero, con cara ceniza y abundantes bigotes me mira y me sonríe. Levanto los
dedos en forma de "V" de la victoria del triunfo venidero, ¿cuál
triunfo?, no recuerdo. Alguien trae una gorra simulando al “Che” Guevara. Una
muchacha porta en la espalda de su chamarra el logo de los Rolling Stones. Se pierden
más imágenes, se quedaron en el limbo, en una fisura cerebral, en una
circunvolución aún desconocida.
Alguien dijo: «Hola Adán» yo
volteó, pero no reconozco a nadie ¿quiénes estuvimos allí esa tarde?, Pedro,
Juan, Pablo, Roberto, Luis, Toño ¿quién lo sabe? ¿Quién conoce el nombre de los
héroes? ¿Quién sabe el de los villanos?, díganlo. Lo esmeralda de los ojos de
Victoria se perdían con lo grisáceo de la tarde. Un fresco viento ondulaba su
ligera cabellera. El sol se ocultaba a nuestra espalda. Los hablantes
continuaban con su incansable labor. También confundo los sonidos y los colores.
Victoria algo decía. Los compañeros en el estrado aún con el micrófono en la
mano. En el cielo un pájaro de acero habló: Batallón Olimpia... Luces
multicolores se desprendieron del cielo. Sonidos venidos de todas las partes de
la tierra nos encerraron en un círculo diminuto. Todos los allí presentes
comenzamos a correr sin dirección, partiendo hacia todos los puntos, al
enfrentamiento con la muerte, a la cita trazada, coloreando de rojo el otoño.
Victoria se desprendió de mi brazo, perdí el equilibrio, me levanté y corrí,
corrí, corrí, chocando con compañeros, con amigos, con cuerpos sin rostro, con
muertos circulantes, asexuales, ateos, apolíticos.
En mi loca carrera
trastabillé, besé el suelo. Masas informes me sujetaban el ánimo, me reclamaban
la existencia, me crucé con brazos sueltos indicándome la "V" de la
victoria. Sexos llenos de lujuria quedándose al filo del orgasmo. Ojos de
diferentes colores, coquetos, sin rostros para adornar. Lenguas mordaces,
ligeras, que habían clamado libertad y justicia, seguían en un monólogo
interminable. Oídos sordos que escuchaban el canto de la "tartamuda".
En la confusión me separé de Victoria, nos perdimos el uno del otro, deseaba
que ella también estuviera bien. Seguí corriendo, hasta donde la memoria me
alcanza.
Estaba en un sótano. Los
gritos agónicos seguían escuchándose a lo lejos. Yo no sentía ningún dolor,
estaba empapado, pero bien físicamente. Mis ojos se acostumbraron a la penumbra
y pude distinguir algunos bultos en movimiento, algo susurraban entre dientes,
gimoteando, eran tres o cuatro no recuerdo bien. Uno de ellos se retorcía en
forma feroz, retomando la posición uterina, los demás algo miraban a su
compañero, temblaban de frío y de miedo. Yo tenía las piernas entumecidas,
escuché que algo dijeron de la Universidad, me acerqué y presenté con ellos. Oí
a alguien decir que estudiaba la prepa. El que se retorcía vestía de blanco,
estaba herido. Uno de ellos dijo llamarse Ignacio, posteriormente me enteré,
por él mismo, de su verdadero nombre: Rafael Lozano. Comentamos los
acontecimientos recién vividos. El que estudiaba prepa nos informó del lugar en
que estábamos refugiados: era el sótano de una pequeña fábrica de productos de
unicel, nos encontrábamos en el lugar de las calderas, la planta estaba ubicada
en la calle de Lerdo, cómo llegué hasta allí aún lo ignoro. El herido nos
volvió a la realidad.
Por una minúscula ventana se
introducía la luz nocturna. Los ruidos habían cesado en el exterior, el
silencio que vivíamos no era un silencio por ausencia de ruidos, era un
silencio provocado intencionalmente, todo estaba callado, no funcionaba la
energía eléctrica, no transitaban vehículos, la noche nos envolvía en ese
pestilente sepulcro. Los quejidos de nuestro compañero aumentaron de tono,
encendí un cerillo para ver qué le ocurría al que estaba tirado en el suelo,
¡oh!, con esfuerzo sobre humano se detenía las vísceras, la cavidad abdominal
semejaba un capullo de rosa recién abierto, la blancura de su ropa vista de
espaldas, contrastaba con el rojo intenso del frente. Con mis escasos
conocimientos de medicina alcancé a comprender que aquel herido anónimo se iba
a morir allí mismo, se lo hice saber a mis otros condiscípulos, el
preparatoriano comenzó a llorar.
—¡A todos no va a cargar la
chingada!
—Cálmate, no te desesperes,
tenemos que buscar la manera de salir de aquí.
—¡Nos darán en la madre,
hasta aquí llegó esta pinche vida! y todo por andar en pendejadas, quesque le
estaba haciendo al revolucionario.
—No grites, nos encontrarán
más fácil con tus pinches lloriqueos —Ignacio (Rafael Lozano) trataba de
apaciguarlo.
El dolor aumentó en las
heridas de mi compañero que se encontraba recostado en el suelo, perdió el conocimiento,
pero seguía quejándose rítmicamente, constante y monótono. Empezó a destilar un
pestilente aroma, se cagó.
Ignacio y yo permanecimos en
silencio, sin atinar a decir nada. Me sumí en un sangrante pensamiento, el reloj
se detuvo aquel instante.
—¡No se dan cuenta que nos va
a partir la madre, que hasta aquí llegamos, esos hijos de su puta madre no
perdonan!... casi por salir de la prepa y tenía que ocurrir todo este desmadre...
mis padres, ¿qué estarán pensando ellos?, seguro que están preocupados... ¿Quién
me manda andar metido en estos líos? ¿Qué he hecho de mi vida?, nada. Puras
tonterías, y ahora que pensaba que estaba haciendo algo productivo nos dan en
la madre… ¿Saldremos de aquí algún día?, luego este guey aullando como si fueran
a venir por él... Lupe, mi novia, ahorita estuviera con ella.
Continuó con su larga
perorata hasta que se le terminaron los lamentos. Ignacio y yo apuntábamos
nuestra atención al compañero herido hasta que dejó de quejarse, también cesó
de respirar, había muerto.
¿Cómo salir de allí?, era la
pregunta apremiante.
Una nueva ofuscación mental
se me cruza en la cabeza, es algo como caer a un pozo sin fondo, oscuro,
lejano, con la incertidumbre perenne, con las dudas acrecentándose día con día,
mordiendo los espacios lúcidos.
—¿Qué pasó? —pregunté a
Ignacio—. ¿Por qué la matanza?
—Porque estábamos dando mucha
lata, es la respuesta del gobierno, abrupta, despiadada. Según ellos para
hacernos entender, para que doblemos las manos en señal de obediencia, para que
nos refugiemos en nuestras casas esperando a que ellos nos llamen a rendirles
honores, para demostrarnos su estúpido poder.
—¿Y, ahora?
—Nada, debemos seguir
adelante, ¿hasta cuándo?, no lo sé, pero tenemos que continuar.
Acordamos salir por la puerta que habíamos entrado, cada quien huiría por su lado, si llegaban a aprehender a alguno de nosotros no nos habíamos conocido, nadie sabe nada del muerto. El silencio en el exterior era total, la madrugada era fría. Corrimos, cada cual por su lado, sin detenernos, como liberados de un larguísimo cautiverio. A lo lejos escuché unos disparos, ¿quién caería? ¿Quién será el próximo? A Victoria, jamás volví a verla.
Ciudad de México, septiembre de 1996.
[1] Este cuento se publicó en el Boletín Cultural ENAH. Órgano informativo
y cultural de
martes, 25 de junio de 2024
Presentación de SOMBRAS DE TLATELOLCO
SOMBRAS DE TLATELOLCO
La sombra acecha
por Marcela Romn
Antes de
sumergirnos en los túneles de 'Sombras de Tlatelolco', es imprescindible
comprender la trayectoria literaria de su autor, Mauricio Yáñez. Con una pluma
que navega entre la realidad y la ficción, Yáñez ha tejido historias que
exploran los rincones más oscuros de la historia mexicana. Quizá se deba a su
vena de historiador. En 'Sombras de Tlatelolco', ha sabido amalgamar hechos
verídicos con ficción, y nos invita a reflexionar sobre nuestro pasado y sus
consecuencias en el presente.
Sombras de Tlatelolco, es una novela
negra como caracteriza la obra de Mauricio Yáñez. Recordemos que la novela
policíaca es un género narrativo en donde la trama consiste generalmente en la
resolución de un misterio de tipo criminal. El protagonista en la novela
policíaca es normalmente un policía o un detective, habitualmente recurrente a
lo largo de varias novelas del mismo autor, que, mediante la observación, el
análisis y el razonamiento deductivo, consigue finalmente averiguar cómo,
dónde, por qué se produjo el crimen y quién lo perpetró. La novela detectivesca tiene sus raíces en el siglo XIX, con
obras pioneras como "Los crímenes de la calle Morgue" (1841)
de Edgar Allan Poe, que introdujo al primer detective de ficción, Auguste
Dupin. Este género evolucionó con autores como Arthur Conan Doyle, creador del
icónico Sherlock Holmes, quien estableció muchos de los tropos del detective
clásico: el intelecto agudo, la observación detallada y el método deductivo. A
lo largo del siglo XX, la novela detectivesca se diversificó, dando lugar a
subgéneros como la novela negra, popularizada por autores como Dashiell Hammett
y Raymond Chandler, que presentaban detectives más duros y cínicos en
escenarios urbanos sombríos.
Con el
paso de los años, la novela policíaca fue evolucionando hacia formas narrativas
más complejas, la resolución del misterio planteado como un juego de lógica
dejó de ser el objetivo principal de la obra, quedando en primer plano la
denuncia social y un intento de comprender los conflictos del alma humana. El apelativo de “negra” se debió por un lado a los ambientes
oscuros que reflejaban, pero sobre todo a que aquellos relatos se publicaron
por primera vez en la revista Black Mask, creada en 1920 por H. L. Mencken y
George Jean Nathan y en la Série Noire de la editorial francesa Gallimard
nacida en 1945. Aquellas novelas marcaron un antes y un después en la forma de
narrar el crimen.
Sombras de Tlatelolco, honra la tradición
de la novela negra mexicana iniciada por Rodolfo Usigli, recordemos su obra Ensayo de un crimen (1944), y por Rafael
Bernal con El Complot Mongol (1969), que establecieron las bases del
género en el país. A medida que el género evolucionó, muchos autores comenzaron
a utilizar la novela negra para explorar y denunciar problemas sociales como la
corrupción, la violencia, el narcotráfico y la desigualdad, ahora agrego las
desapariciones tanto de hombres y mujeres. Esto es un reflejo de la situación
sociopolítica.
Las ciudades, especialmente la Ciudad de
México, juegan un papel crucial en las tramas de la novela negra mexicana. Los
ambientes urbanos proporcionan un trasfondo adecuado para explorar la
criminalidad, la corrupción y las desigualdades sociales. Estos escenarios
urbanos no solo añaden realismo y tensión a las historias, sino que permiten
una crítica más incisiva.
Otras y otros autores de la novela negra
son Enrique F. Gual, a la que abonaría novelistas como María Elvira Bermúdez,
una de las primeras mujeres en incursionar en este género y la primera en crear
el primer personaje femenino detective en la literatura latinoamericana. Margos
Villanueva, René Cárdenas, quienes contribuyeron con obras que reflejan la
complejidad del contexto social mexicano. En tiempos más recientes autores como
Rafael Ramírez Heredia, Paco Ignacio Taibo II, Élmer Mendoza, por citar
algunos, han llevado la novela negra mexicana a nuevos niveles de popularidad y
reconocimiento.
Sombras de Tlatelolco es una novela llena
de misterio que seduce al lector desde sus primeras páginas. Esta dividida en
tres capítulos y 24 subsecciones y finaliza A manera de epílogo. La trama esta
situada en el turbulento contexto del movimiento estudiantil de 1968. Así en el
oscuro telón de la historia de Tlatelolco, donde las sombras ocultan verdades
incómodas, se alza la figura siniestra de un asesino serial. Su presencia
acecha en los recuerdos de una marcha estudiantil, donde el terror se entrelaza
con la lucha por la justicia. Pero su sombra se alarga aún más atrás, hacia un
pasado marcado por la desaparición de estudiantes en la huelga de los médicos
del 1965, un misterio envuelto en silencio y complicidad. Es en este turbio
panorama un historiador es convocado para desentrañar los hilos de una trama
macabra, solo para descubrir que el monstruo que busca podría habitar entre ellas,
entre ellos, camuflado en la respetable figura de un profesor, un amigo, una
periodista, un teniente y las y los mismos estudiantes. Así se inicia un relato
donde la verdad se entrelaza con la oscuridad, y donde cada paso hacia la
revelación nos sumerge más a estas Sombras de Tlatelolco.
El relato que se despliega ante nosotros,
se nutre de la labor minuciosa de Fabián Cordero, el personaje principal que es
historiador y por azares del destino se convierte en investigador privado y se
da a la tarea de desentrañar los enigmas del pasado y el presente. Desde las
crónicas de la época hasta los archivos desclasificados, cada fuente aporta una
pieza al rompecabezas que es la historia para seguir al asesino o asesina. Así,
con el respaldo de la verdad documentada por el personaje, nos adentramos en una
historia que no solo entretiene, sino que también ilumina las oscuridades del
pasado. Intrigante laberinto de misterio y suspenso, que se alzan para revelar
verdades incómodas.
Pero no todo
es oscuro también hay flachazos de amor, desamor y pasión, como muchos
personajes detectives de la novela negra, Fabián no podía ser la excepción. Y
también se van a deleitar con un fragmento del poema Alba de Federico
García Lorca, que es mencionado en uno de los capítulos donde el personaje
principal de la novela acude a una comida.
Además, el libro envuelve al lector en
una atmósfera densa y palpable, donde cada página está impregnada de la
historia y la cultura de México. El estilo narrativo de Yáñez es brillante,
combinando una prosa elegante con diálogos impactantes, que reflejan la
complejidad de los personajes y las situaciones que enfrentan, pero sobre todo
el juego de inteligencia que el autor domina de manera magistral.
A través de esta narrativa envolvente, la
novela no solo entretiene, sino que también invita a reflexionar sobre temas
sociales, de corrupción y políticos que siguen siendo relevantes en la sociedad
mexicana contemporánea, lo que la convierte en una lectura aún más diversa.
El autor nos lleva de la mano por un
viaje emocional que nos confronta con la realidad de los presos políticos y el
activismo estudiantil. Estos elementos no solo enriquecen la trama, sino que
también nos invitan a reflexionar sobre la importancia de la memoria histórica
y la lucha por la justicia en cualquier sociedad.
Acompañen a Mauricio Yáñez y su personaje Fabián Cordero, en este viaje literario, donde la ficción y la realidad se entrelazan en una danza fascinante y perturbadora que no se pueden perder. Una novela que atrapa desde la primera página con su atmósfera densa y palpable, y con una trama que sumerge a los rincones más oscuros de la Ciudad de México. Yáñez ha logrado una obra maestra del misterio y la intriga.
domingo, 23 de junio de 2024
SOMBRAS DE TLATELOLCO
SOMBRAS DE TLATELOLCO
Durante
el verano de 1968, la Ciudad de México se tiñó de rojo sangre. Fue el año en
que miles de jóvenes estudiantes de distintas universidades llevaron a cabo un
movimiento de protesta sin precedente, cuya trascendencia en la historia
nacional lejos estaban de imaginar. En ese contexto de algarabía, solidaridad,
inteligencia e incertidumbre, un asesino serial se pasea en medio de las marchas
y mítines del movimiento estudiantil y deja a su paso una estela de muerte que se
confunde con la sangre de los caídos en las confrontaciones entre estudiantes y
policías. Este asesino, conocido como la Sombra, ha matado a estudiantes y
profesores de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y de la Escuela
Nacional Preparatoria, nadie parece darse cuenta que su mano está detrás de una
serie de crímenes que comparten un mismo patrón, que a la postre resulta ser la
firma del homicida.
El
historiador Fabián Cordero (protagonista y voz narrativa de la novela), contratado
para localizar a Rodrigo de Jesús del Valle, desaparecido años atrás, liga
diferentes acontecimientos cuando, en la vía pública, se descubren cuerpos de jóvenes
asesinados. A partir de esos hechos, Fabián Cordero relega la búsqueda de
Rodrigo del Valle con el objetivo de cazar a la Sombra, el asesino serial.
¿Por qué
después de tantos años nadie habla de aquellos asesinatos que sucedieron en
paralelo al conflicto estudiantil? ¿Qué se oculta detrás de la figura de ese
asesino serial llamado la Sombra?
Sombras de Tlatelolco es una novela llena
de misterios que seduce al lector desde sus primeras páginas.
viernes, 29 de septiembre de 2023
LECTURA DRAMATIZADA DE ELOGIO A LA OSCURIDAD
Lectura Dramatizada de la novela Elogio a la oscuridad en el Centro Cultural José Emilio Pacheco de Tlalnepantla. 28 de septiembre de 2023
ELOGIO A LA OSCURIDAD
Mauricio
Yáñez
El cuerpo de Benjamín Jurado
se balanceaba en el aire, se había colgado con una soga amarrada al cuello. Quedó suspendido, en espera del fin de los tiempos, como fruto prohibido
del árbol del bien y del mal de un paraíso apócrifo. En los jardines que rodean la residencia, yacía sin vida quien fuera una de las
personas de mayor
confianza del poeta
Horacio San Martín.
Becarios y trabajadores de la residencia lo mirábamos atónitos, hipnotizados, fijos en el detalle del instante eterno.
Nuestras miradas se
concentraban en ese
único punto de un escenario macabro, expectantes de ese mudo monólogo
de la muerte. El aire se llenó
con un intenso aroma de
eucaliptos y encinos. Fragantes rastros de la vida en aquella finca.
El rostro
estaba hinchado por la asfixia, presentaba una
tonalidad gris, casi azul. La lengua se dejaba entrever
en esa boca sin vida, y sus ojos seguían abiertos,
sin ningún matiz,
sólo abiertos, ajenos a cuanto había a su alrededor.
Lejos había
quedado el rostro de Benjamín Jurado que me
tocó ver en el pasado cercano, adusto, casi sombrío, consciente de su oscuro
papel en la segunda línea. Volví a ver a Jurado la noche en que su cuerpo pendía de una soga, en los confines
de un lejano municipio del
estado de México.
No obstante,
de ser mi oficio escritor
de novela negra, por ende, acostumbrado a tópicos de sangre,
estaba impresionado con ese cuerpo que nos miraba desde su más allá.
Desde otra parte de la residencia provenía el sonido de ladridos de unos perros, se les escuchaba llenos de ansiedad. Era una noche fría la que Jurado escogiera para morir. Soplaba una menuda brisa intermitente, a manera de golpe de mar, que alcanzaba para darle calidad de péndulo humano al cuerpo del infortunado Benjamín. Llamó mi atención que, pese a que esa tarde cayó una fuerte lluvia, el occiso no llevara zapatos y sus pies apenas presentaran unas manchas de lodo en los talones. Algunos de los allí presentes descolgamos el cadáver.
El poeta Xavier Robles,
se notaba afectado, tenía la
mirada extraviada y el habla entrecortada, tomó mi brazo y entre murmullos
alcanzó a decirme:
―Apenas ayer hablé con él ―al tiempo de dirigir la mi rada al cuerpo sin vida de Benjamín―.
Estaba muy abatido por la muerte de
San Martín ―Xavier Robles llevaba dos semanas en la residencia―. Benjamín
ya no se sentía satisfecho aquí. En los días pasados me dijo que estaba buscando otras opciones. ¡Cuánta
soledad, carajo! ―enfatizó
Robles. Metió sus manos en los
bolsillos de su chamarra y volvió a mirar el cadáver.
―Xavier, ¿tú
crees que esa insatisfacción que padecía Benjamín, de la que hablas, podría impulsarlo a suicidarse?
―No lo sé, a mí me pareció que no estaba
conforme con su situación aquí en la finca.
―Ya sabes lo
que dicen los sicólogos, un suicida, casi siempre
anuncia sus planes a las personas que están cerca de él. Quizá lo que te dijo de eso se trataba, ¿no crees?
―Si fue el caso, no supe interpretarlo ni prestarle ayuda ―el poeta se mesó el cabello
y ajustó sus gafas.
A lo lejos, se
escuchó el silbato de un tren de carga que pasaba cerca de los dominios de aquella casona.
En la residencia, bien se podía medir
la marcha del tiempo con el paso de los trenes que llegaban
a la estación de Irolo, muy cercana al poblado de Xala.
«¡Llamen a la policía!», escuché decir detrás
de mí, sin identificar al dueño de la voz que a gritos
pedía que llamasen
a la policía.
El maestro
Aníbal Sánchez tomó control de la situación. Su rostro se veía atravesado por la irritación que provoca la impotencia. A la muerte del
maestro San Martín, Aníbal Sánchez, poeta
y ensayista, además de gran amigo del fallecido
autor, era quien hacía funcionar la logística de la residencia.
―¿Por qué a la policía? ―dijo
sin levantar la voz, pese a su propio nerviosismo―. No, llamaremos
al Dr. Castillo para que nos extienda el certificado de defunción correspondiente y, ya mañana, haremos los
servicios fúnebres y le daremos sepultura.
Aníbal Sánchez
caminó unos pasos y se acercó a la señora Isabel Lagunes, la viuda de
Horacio San Martín, quien permanecía un poco alejada del corrillo e hipaba, lloraba
quedito. Tenía los brazos cruzados
en el pecho, como si quisiera atrapar un resquicio de calor y mantenerlo para sí. Seis meses atrás perdió a su marido. Uno de esos infartos
al corazón, en ese caso fulminante, acabó con la vida del poeta. El mundo literario se conmocionó. En aquel
momento se presentaba esa situación,
una de las personas más cercanas a San Martín se quitaba la vida, quizá no pudo
con el peso de la ausencia
y prefirió salir, así sin más.
―Por favor, que alguien
vaya a calmar a los perros ―solicitó
Isabel Lagunes―. Benjamín quería mucho a los perros, sobre todo al Spanky.
Mientras tanto, el poeta Aníbal Sánchez, solicitó el apoyo de los que allí estábamos para trasladar el cuerpo de Benjamín al dormitorio que ocupara el occiso.
El
doctor Ángel Reverendo Castillo, examinó el cadáver de Benjamín Jurado. El cadáver estaba sobre su propia cama, parecía dormido, y con los ojos ya cerrados.
El facultativo
tardó tiempo en revisar y en hacer algunas pruebas a los restos mortales de
Jurado, algo encontrado en el occiso
le preocupaba. Cuando concluyó de examinar el
cuerpo, se quitó los guantes de látex y se desprendió del tapabocas. Por fin habló, se dirigió
sólo a Aníbal Sánchez.
―Lo siento
maestro ―hablaba con deferencia
al poeta―, creo que tendrá que llamar a la policía. No obstante, de no ser
un perito, noto
algunos signos que me llevan
a pensar que Benjamín ya estaba
muerto cuando lo amarraron a ese árbol.
La conclusión del médico dejó sin habla tanto a la dueña de la residencia como al administrador de la misma.
Cuando el galeno vio el desconcierto en el rostro de ambos interlocutores
fue más enfático.
―Es decir, no puedo extender un certificado de defunción, lo que estoy diciendo es que esto no es un suicidio ―señaló con la mirada el cuerpo del difunto―. ¡Aquí se produjo un crimen!
Llegó una patrulla del municipio
de Otumba. Eran sólo cuatro elementos comandados por el detective de homicidios Marcelo
Nery, los tres oficiales
eran Tadeo, José Trinidad y José Inés,
estos últimos hermanos.
Marcelo
Nery llegó a la residencia sin estridencias
ni relumbres innecesarios. Al revisar el cadáver, Nery Rangel consideró
indispensable la presencia de un equipo técnico del servicio forense, por lo
que hizo un par de llamadas.
Esa misma noche, se llevaron a cabo
los primeros interrogatorios. Me llamaron, tomé una taza con café y caminé
rumbo a la sala. Nunca había estado tan cerca de una experiencia real como lo estaba en ese momento. Podía
sentirme afortunado de presenciar un interrogatorio efectivo, pero no podía soslayar el hecho de que el
interrogado, en esa ocasión, sería yo.
―Siéntese ―dijo Nery sin ninguna emoción en la voz―. Diga su nombre, ocupación y qué hace usted
aquí.
Miré al
detective, pude notar en su mirada un cansancio añejo, ojos de un color marrón sucio.
Vestía de paisano,
con una chamarra de piel ya gastada por el uso. Pensé que tenía poco más de cuarenta
años, delgado, moreno, de manos fuertes y dedos largos,
la barba de dos o tres días sin afeitar, con el pelo todavía
negro y un poco crecido,
le llegaba a la base del cuello.
―Soy Fernando
Beltrán, novelista y estoy aquí porque fui beneficiado con una beca para escribir
una novela.
―¿Dónde estaba usted cuando
descubrieron el cadáver? ―el rostro del policía no delataba sus pensamientos.
―Aquí, en el salón del otro lado, en la reunión
de introducción para los nuevos becarios. Llevaba apenas unas horas de haber llegado a la residencia.
El
interrogatorio transcurría en el mismo tono como yo lo plasmaba en mis novelas.
¡Qué sensación!
―¿Conocía al señor Jurado?
―De trato,
no. Sí lo había visto un par de veces
en eventos literarios, siempre con el
maestro Horacio San Martín, pero nunca crucé palabra
con él.
Cuando escribí
mi primera novela
policíaca, pedí el apoyo de una unidad
de homicidios en la Ciudad
de México. Se me permitió estar cerca de ellos un par de noches, sólo para
que pudiera percibir la rudeza de ese trabajo. Una de las cosas que
mejor aprendí fue que, en un interrogatorio, nunca debes contestar lo que no te preguntan, en otras palabras:
concrétate a ser directo
y breve en tus respuestas. Nunca sabes si una palabra de más
pueda ser perjudicial para ti mismo.
―¿Conoce usted
a las otras personas que están aquí, en la finca? ─seguía
el detective Nery en su tono impersonal.
―Bueno…, a varios de ellos sí, me refiero
a las escritoras y escritores. Al personal que labora aquí no lo conozco con excepción del maestro
Aníbal Sánchez y la señora Isabel Lagunes, la viuda del poeta San Martín.
Mientras estuve
en el interrogatorio no fumé, tenía un ligero temblor en las manos y no quise que
el detective lo notara, podría mal interpretar ese nerviosismo. Uno de los oficiales vino a decirle
que había llegado
el equipo del servicio forense y el Ministerio Público para hacer el
parte oficial, que requerían su presencia en la habitación de Jurado.
―Gracias
por su cooperación señor,
eh... Beltrán ―tuvo que apoyarse de sus notas porque
no recordó mi nombre―.
Más tarde le llamo para continuar
nuestra charla ―se dirigió
hacia mí, pero ya iba de salida del salón. No esperó mi respuesta.
La mañana de ese lunes nos encontró en la sala de la residencia. Debido a la espera, el tiempo se nos hizo eterno. Nadie quiso regresar a su habitación, había una sensación de nervio colectivo. Algunos salimos al patio para recibir el aire fresco del amanecer, el sol apenas se dejaba ver en el oriente, por detrás de los cerros. En el cielo las nubes presagiaban lluvia vespertina.
El día moría poco a poco. Salí a caminar, la lluvia se dejaba sentir en el exterior
de la residencia. Un sentimiento de inquietud atenazaba mi ánimo. Por extraño que pareciera, el detective de
homicidios me había puesto en el
primer lugar de su lista de sospechosos, debido a una reacción instintiva,
espontánea y casi de supervivencia «qué estupidez», pensé. Si Benjamín hubiera estado vivo en el momento
que llegamos a él, no descolgarlo hubiera sido condenarlo a la muerte; ese titubeo, no lo quería
en mi morral de vida; así que, estaba
satisfecho con mi proceder y el de la mayoría de mis colegas.
De momento, y pese a mi propia turbación, podía sortear
la amenaza del policía.
Era inocente de cualquier imputación que se quisiera
poner en mi contra.
Los incipientes indicios parecían indicar que, la muerte de Benjamín, se trataba de un asesinato y no de un suicidio. Era claro que una presencia maligna y desequilibrada estaba en la residencia provocando miedo, y lo estaba logrando. ¿Qué motivaba su proceder o razones para actuar como lo había hecho? ¿Por qué Benjamín resultó ser una víctima a modo para zanjar sus necesidades? ¿Quién estaba detrás de estos acontecimientos? «Menuda tarea le espera al detective Marcelo Nery», pensé, y volví a la finca.
La sala
Rosario Castellanos era confortable, espaciosa, con muy buena ventilación. Había
un mural con motivos selváticos e indígenas, a manera de homenaje a la creadora
de obras como Balún Canán y Oficio de tinieblas.
A la hora indicada
para el inicio
de la reunión nos
percatamos que el maestro
Aníbal Sánchez y la señora
Isabel Lagunes no estaban en
el lugar, tampoco estaban dos becarios, una era la poeta Emilia Alanís y otro el dramaturgo Óscar de Paula. Sánchez
y Lagunes se incorporaron enseguida.
Tocó mi turno y lo aproveché
para exponer el proyecto que me había posibilitado estar en la residencia. Hablé de
los avances de mi novela y de las características generales del
personaje central, así como de la información a la que había
tenido acceso. Este fue el resumen
inicial que presenté:
Martha Lilia Sanginés
Cadena, oriunda de la Ciudad
de México, nació en el mes de septiembre de 1860, año en que el presidente Benito Juárez publicó,
en la ciudad de Guanajuato,
las llamadas Leyes de Reforma. Sanginés
Cadena fue hija de un reconocido médico de la capital del país, el doctor Juan de Dios Sanginés
y Bravo y de doña María del Rosario
Cadena Olivo, ambos de buenas familias. Lo convulso de la situación en el país en esa época
trajo consigo desorden
en distintos departamentos de
la vida pública, tan es así que los índices
de criminalidad van creciendo día con día que, ni con el establecimiento del ejército imperial
(1863-1867), los robos y crímenes en la ciudad disminuyen.
Para esos años, la Ciudad de México, era una
mar de fetidez, las tardes permeadas de los nauseabundos olores de los ríos que la circundaban provocaban que los habitantes anduvieran con la nariz
constipada. Los enjambres de
mosquitos que llegaban desde las zonas templadas de las regiones del sur de
México, todo el tiempo tenían
a los niños llenos de salpullido
e infecciones en la piel. Las calles se abarrotaban de borrachines que las ocupaban tanto de
sanitarios como de
dormitorios. Martha Lilia vivió sus primeros
años dentro de ese bullicio, suciedad y desorden, pero bajo el cobijo del seno familiar que le procuraba
abrigo y tranquilidad.
En medio de las continuas asonadas
y revueltas, una noche de octubre de 1867 fue asesinado el doctor Sanginés
y Bravo.
De un día para otro, la señora
Rosario Cadena Olivo se encuentra
con su marido muerto y sin el apoyo de su familia quien había perdido todos sus bienes debido a las revueltas, tanto en la capital como en las provincias. Mujer de
veinticinco años, acostumbrada a las maneras
de la buena crianza, decide
buscar partido entre sus antiguos
pretendientes que le hacían
la ronda, incluso
en vida del doctor Juan de
Dios Sanginés.
Los tiempos
políticos y económicos no eran los mejores
para una mujer sola con una hija de siete años que, si bien ya era viuda, sus mejores gracias ya habían quedado atrás. Los
apoyos recibidos eran a cambio de los
restos de su juventud, nadie le ofreció emprender
una nueva vida en matrimonio y tuvo que conformarse con dádivas ocasionales.
En su
caída arrastró a Martha Lilia, su
única hija, cuya niñez terminó
el día que la madre la ofreció
a cambio del pago de varios
meses de renta por la casa
que rentaban en los rumbos del poblado de Santa
María la Ribera que recién iniciaba
por esos años.
En 1875 casi con quince años de edad y después
de varias experiencias traumáticas, Martha
Lilia se casa con Pedro Valdivia, hijo de un
próspero tablajero de los mismos rumbos donde
vivían las mujeres. Para ese momento de su vida, ya no había lozanía en aquella piel adolescente,
incluso la cara interna de su muslo derecho presentaba las marcas de las quemaduras de cigarro que uno de sus
amantes le infringió a manera de diversión. Sanginés
no amaba al marido, pero era la única
manera de escapar de su madre.
Dos años habían pasado,
la unión de los jóvenes iba más o menos bien hasta
el día que un médico les anunció que no podrían ser padres dado que en una de las experiencias sexuales que en su infancia
tuvo la mujer, le habían perforado
el útero y se lo habían dañado.
Ese día cambió la vida de Sanginés Cadena, porque Pedro, su marido, empezó a beber de
una manera desordenada. Intoxicado le exige que le cuente
hasta el más mínimo
detalle de sus experiencias con otros hombres. Martha Lilia se niega a
revivir cada uno de esos momentos
que ya había enterrado en lo
más oscuro de su pasado,
Valdivia golpea a la joven, incluso
le causa heridas graves. Con cada borrachera
una nueva golpiza, así transcurren los
meses hasta que se agota la resistencia de la mujer, el poco amor y respeto que
sentía por su marido se los llevó el humo del alcohol.
En
octubre de 1877, cansada del maltrato y los abusos en su contra, con diecisiete
años de vida, Martha Lilia Sanginés
Cadena asesina a Pedro Valdivia. Esa noche, su marido llegó
borracho, empezó con la retahíla de insultos
hasta el hartazgo, con ese sonsonete estuvo hasta quedarse
dormido, momento que la joven aprovechó para cometer el homicidio. Se durmió sentado
frente a la mesa del exiguo comedor.
Sin medir el riesgo ni las consecuencias, Martha Lilia tomó una de sus raídas medias, la enredó en el
cuello del esposo y apretó, apretó hasta que las manos le dolieron, no supo el momento
en que Valdivia perdió la vida.
En la madrugada, esperó el paso del sereno, con dificultad sacó de su casa el cuerpo del difunto y lo arrastró
hasta alejarlo una distancia
considerable de su propia vivienda. Al pie de un árbol dejó el cadáver y regresó a su domicilio. Pese al frío de la noche, Martha Lilia llegó a la
vivienda bañada en sudor, estaba hecho. «Que Dios se apiade de su alma», dijo y se fue a dormir.
La mañana siguiente, cuando
la policía tocó la puerta de su casa para anunciarle
del hallazgo del cuerpo sin vida de
su marido, Martha Lilia se volvió un mar de lágrimas, los agentes le dieron el pésame y le
indicaron que podía pasar a recoger
el cuerpo en la morgue de la ciudad. Con todo, y pese al
trauma, experimentó un sentimiento de liberación.
―Por favor Fernando, podríamos continuar con su relato en otra sesión ―me interrumpió la viuda de San Martín―. En este preciso momento no me encuentro con el mejor ánimo para seguir la narración. Pero asumo que su novela será de lo más interesante. Agradezco su comprensión.
La mañana del miércoles tres de septiembre tuvo su propia sorpresa. La mayoría de los becarios
desayunábamos cuando por el pasillo central vimos el regreso a la residencia de la poeta Emilia Alanís
y el dramaturgo Óscar de Paula, ambos eran
escoltados por la policía municipal. Se les miraba un rostro demacrado. Posteriormente supimos que, la noche previa,
ambos habían sido requeridos
por la policía e interrogados por Marcelo Nery, en la comandancia de Otumba.
A Óscar de Paula lo encontraron en un restaurante del centro de la capital
departiendo alegremente con gente de teatro. Enorme
fue su sorpresa cuando lo subieron al auto patrulla
y se percató que Emilia Alanís estaba abordo, ésta lo abrazó con emoción. Alanís le comentó al dramaturgo
que fueron a su casa por ella,
que no valieron las súplicas
ni de ella ni de su esposo.
Según la policía tenía que regresar a la residencia y aclarar su huida, le dijo.
―¿Cuál huida?
―preguntó De Paula.
―No sé, pero eso fue lo que me dijeron.
El detective
Marcelo Nery estuvo
conversando con ellos,
cada uno por separado. Les explicó las circunstancias del caso,
en un tono amable pero que no admitía un “no” por respuesta,
les exigió regresar a la residencia esa misma noche.
Yo me aparté del grupo y dirigí mis pasos
rumbo a la biblioteca José Revueltas
para preparar mi siguiente intervención, si es
que había una nueva reunión general de exposiciones. En ese momento,
y en honor a la verdad, el caso de Martha Lilia Sanginés Cadena,
La Dama de Seda, ocupaba todo mi tiempo.
La pesada loza de saberse
vigilado por un par de oficiales de la policía sí era una molestia, pero
con el mejor de los ánimos lo dejamos pasar.
La bibliotecaria
era una mujer inteligente y culta, dispuesta
a prestar el mejor servicio
a los usuarios: la joven señora Cecilia
Romo. Me presenté con ella.
―Lo que se le
ofrezca, maestro Beltrán ―dijo muy comedida la señora Romo―. También puede
hacer aquí las impresiones que necesite.
La tranquilidad
del ambiente en la biblioteca me envolvió. Me acomodé en una de las mesas de trabajo, coloqué mi computadora portátil y me dediqué a trabajar apuntes para la novela que estaba preparando.
Pasaron un par de horas y la única interrupción en mi labor era cuando tenía que rellenar
mi taza de café. No sentí cuando Cecilia Romo llegó hasta mi lugar,
permaneció unos minutos en silencio y
esperó que volteara, pero no sucedió, de manera que tuvo que llamar mi atención con un ligero toque en mi hombro.
―Maestro Beltrán, perdón que lo interrumpa, lo llaman para una nueva reunión
con la policía ―lo dijo sin alarma,
pero en tono imperativo―. Los demás ya están en la sala Castellanos.
―Cecilia,
¿puedo dejarte mi USB para que me hagas una impresión? De la página
veintisiete en adelante.
Gracias.
Llegué cuando
Marcelo Nery informaba sobre algunos de
los resultados de laboratorio. Se confirmaba el homicidio de Benjamín Jurado y por
consiguiente la investigación en la residencia continuaría.
―Como lo que
voy a preguntar involucra a más de uno de ustedes haré la pregunta al aire:
¿Quién ordenó que alterarán la escena de un crimen y descolgaran el cuerpo del
señor Jurado? ―pese a que él mismo lo dijo, la pregunta
la hizo para todos, pero su
mirada estaba puesta sobre mí.
Nadie hizo o dio a entender que tenía intenciones de contestar.
―¿Se
entendió la pregunta? ―la mayoría asentimos con un movimiento de cabeza―. Por favor, me gustaría conocer
sus comentarios al respecto.
La novelista Karla Silva tomó la palabra.
―Tratábamos de ayudar a Benjamín ―fue la misma respuesta que yo había dado cuando me lo preguntó directamente.
―No fue lo que pregunté sino ¿quién dio la orden?
―Nadie, fue una reacción espontánea ―era Lorena Aboytes, la guionista de cine, quien intervenía―.
Todos estábamos muy nerviosos y lo único que se nos ocurrió
en ese momento fue ayudar a Benjamín. No sabíamos que ya estaba muerto.
Lo supimos cuando
descolgamos el cuerpo.
La poeta Emilia
Alanís rompió en llanto. La habían sacado de la cama para la reunión, estaba agripada por el frío y la humedad de la noche en vela, sus nervios no
resistieron. Óscar de Paula la abrazó con afecto.
Marcelo Nery nos informó que, con la finalidad de recabar nuevas pistas, un grupo de técnicos forenses harían una inspección en la residencia.
Tocaron en la puerta de mi habitación, abrí y me percaté que procedía la revisión de mi
dormitorio. Una mujer policía haría
el registro.
Llegó al
closet y bajó prenda a prenda, camisas, pantalones, suéteres, y dos chamarras. Buscó también en mi maleta
de viaje, vi que algo extrajo de la maleta. Eran unas medias.
―¿Son suyas?
―preguntó.
―No ―respondí.
Mediante un
aparato de intercomunicación llamó al detective Marcelo Nery quien casi al instante llegó hasta la habitación. El detective de homicidios se colocó en las manos unos guantes de cirujano y examinó la prenda. Terminada la revisión, volteó
hacia su colega,
la mujer ya tenía preparada una bolsa de plástico que
servía para aislar de posible contaminación las pruebas
que localizaran.
―Sí, podrían ser el arma homicida con la que asesinaron al señor Jurado.
¿Con unas medias mataron a
Benjamín? No podía creerlo. Y luego, ¿qué hacían en mi dormitorio?
Al tiempo de quitarse los guantes de las manos y guardarlos en
la bolsa de su chamarra, Nery volteó hacía el quicio de la puerta
donde yo permanecía de pie y, aguzando su penetrante mirada
de sabueso, dijo:
―Ahora sí,
señor escritor, usted tiene mucho que explicarnos.
La voz del detective llevaba una acusación implícita acerca de una probable responsabilidad mía en el asesinato de Benjamín. No pudo disimular, ni siquiera lo intentó, un acento de satisfacción en sus palabras.
Pasé una noche de locos, en la
sala Rodolfo Usigli el
detective Marcelo Nery y otros dos policías me interrogaron
por tres o cuatro
horas. Me acosaron con preguntas: ¿Qué cuáles eran mis motivos para matar a Jurado? ¿Cómo fue el
asesinato? ¿Desde cuándo lo había yo planeado? ¿Qué tipo de relación sostenía con Benjamín? ¿Quiénes eran mis
cómplices? No lo conozco, no lo maté,
no tengo motivos, nadie es cómplice de nada. Ninguna
de mis respuestas satisfacía su urgencia o necesidad de encontrar un culpable. Preguntaba uno y luego volvía a preguntar otro. ¿Qué
motivó mi decisión para empujarme a un
crimen? ¿Quería sentirme como uno de los personajes de mis libros? Era claro el proceder de los policías, querían que me quebrara y me
inculpara de un crimen que no había cometido, ellos apostaron al desgaste; yo,
a mi inocencia.
A pesar de mis respuestas negativas, en el rostro del detective Marcelo Nery se trazaba una línea de complacencia, en pocas horas de investigación había localizado una prenda que podría haber sido el arma homicida.
Salí de la sala, en medio de un sentimiento de desamparo y pesadumbre, los policías parecían acechar para inculparme en ese asesinato. Caminé meditabundo rumbo al árbol en el que colgaron el cuerpo de Benjamín, llegué completamente mojado frente al inmenso pirul. Percibí los aromas de la noche. En medio de esa mixtura aromática, pregunté, pero sólo el viento escuchó: ¿Qué te pasó Benjamín? ¿Te mataste o te asesinaron? En cualquier caso, ¿por qué?
Llegué a mi habitación en busca de refugio y calor,
me quedé dormido casi en seguida. En la madrugada escuché
ligeros golpes en la puerta.
Alguien tocaba, pero no quería llamar la atención de los demás huéspedes, entre sueños me levanté y percibí el sonido
de unos pasos que se alejaban a la carrera. Abrí la puerta, nadie en el corredor, fui a la escalera, pero
tampoco vi nada, regresé al dormitorio. En el piso había un papel de uso
corriente, lo levanté y leí el contenido:
Busca en las letras del pasado
En ese
momento me sentí como personaje de novela de misterio. ¿Qué pasaba en la residencia? Horas antes, en
mi habitación, aparecieron unas medias que me ponían como sospechoso número
uno de la muerte de Benjamín. Aún con ese problema encima,
alguien me había dejado
un mensaje que no me decía nada, pero suponía estaba relacionado con el asesinato
del colaborador de Horacio San Martín. ¿Quién me utilizaba como
carnada y por qué? ¿Quién manipulaba los acontecimientos? Preguntas que me obligaban
a buscar respuestas y sabía que las mismas se hallaban allí, en la residencia. Ya no pude dormir más. En mi
mente estaba grabada la oscura frase del mensaje anónimo: Busca en las letras del pasado. ¿Qué buscar y en
qué letras? Ése era mi dilema.
«¡No quiero ir a la cárcel por un crimen que no cometí!», dije en voz alta.