EL
GATO QUE LEÍA A POE[1]
Mauricio Yáñez
Desde
joven y debido a mi insigne profesión poco a poco me convertí en una
celebridad. Mi nombre era reconocido en los lugares más apartados del orbe. Los
especialistas del área y de ciencias afines buscaban mi consejo para determinar
la valía de una obra antiquísima o el descrédito de la misma. Podría decirse
que solía ser el bibliófilo más dilecto de mis contemporáneos. Una especie de
anticuario de libros raros y antiguos, ese fui hasta la muerte de Ángela. La
desaparición física de mi amada esposa llevó mis ímpetus a dar por concluida mi
labor profesional y proponerme un merecido descanso hasta el fin de mis días.
Una
vez resuelto a la jubilación empleé mis exiguos ahorros en la adquisición de
esta vieja casona en un apartado valle en los linderos de un espeso bosque de
coníferas. Mi hijo esgrimió ciertos ruegos para que no me hundiera en la
soledad a sabiendas que él podría hacer muy poco si se presentaba una urgencia
en esa lejanía, pero no hubo discurso que impidiera actuar con celeridad en la
mudanza.
La
finca, aunque antigua, posee el encanto de la quietud. Es de una sola planta y
cada una de sus habitaciones resulta suficiente para mis necesidades. El
recibidor es espacioso y cuenta con una chimenea que juega un papel fundamental
en los días invernales o lluviosos.
Desde
el día de mi arribo a mi nueva morada me encontré con el gato. De hecho, fue el
único ser viviente que percibí en no sé cuántos kilómetros a la redonda. Al
principio pensé que pertenecía a alguna familia en la población más próxima,
pero su insistencia por permanecer a mi lado hizo que no me ocupara de buscar a
sus dueños. Tampoco nadie se presentó a reclamar su propiedad o siquiera
preguntar por el animal. No le di ninguna importancia a la presencia de dicha
criatura. Se le veía custodiar la puerta de la entrada. Por las tardes se
arremolinaba en el tapete de la estancia para disfrutar del fuego de la
chimenea. Algunas noches lo descubrí durmiendo sobre mi propio lecho. Ninguna
de sus acciones me inquietaba, salvo por un detalle: nunca lo vi probar bocado
alguno. Tal como le servía algún alimento el plato quedaba intacto, quise
explicar ese hecho dando por sentado que el animal tendría manera de abastecer
sus propias provisiones, podrían ser ratas u otro animal del campo, pensé.
Una
fría mañana de otoño el sonido del teléfono llamo mi atención. Toda vez que yo
mismo anuncié mi retiro en los diferentes círculos sociales en que solía
moverme, sobra decir que, desde mi mudanza, pocas voces escuchaba. Era el
rector de una prestigiosa universidad en Baltimore, Maryland, Estados Unidos.
Última ciudad que vio con vida al ilustre poeta estadounidense Edgar Allan Poe.
Thomas Wilson era el nombre del académico que hizo la
llamada movido por la insistencia de varias personalidades tanto de su propia
casa de estudios como de otras universidades. El tema era el siguiente: Habían
encontrado un raro manuscrito cuya incierta procedencia podría ser atribuida al
creador de El cuervo, algunos
caracteres y otras coincidencias en la escritura los llevó a pensar (a Wilson y
a otros académicos) que dichos folios bien pudieron haber sido escritos por
Allan Poe. Querían mi opinión experta.
―Pero,
señor Wilson, ya estoy retirado. Además, no soy versado en Poe.
―Lo
sabemos. Lo que queremos es su opinión sobre los trazos de la escritura, las
texturas de los folios, la sintaxis, las tintas empleadas, en fin… No soy yo
quien le va a explicar el trabajo que nadie conoce mejor que usted.
―Seguro
en los Estados Unidos habrá mejores técnicos y nuevas herramientas que ayuden a
clasificar ese manuscrito.
―Lo
queremos a usted ―puntualizó.
Finalmente acepté. La desgracia tocó
a mi vida a partir de la llegada del manuscrito con la supuesta obra inédita de
Edgar Allan Poe.
Lo
primero que hice fue ponerme al corriente con el trabajo del escritor fallecido
en 1849 en la vieja ciudad de Baltimore. Hice un viaje relámpago a esa ciudad
para conseguir algunos textos de Poe en su idioma original. Quería atrapar el temple
que había maneja el ilustre narrador. Lejos estaba de imaginar que ese viaje
traería sus propias consecuencias.
A
mi regreso, al entrar en mi domicilio con el grueso paquete de obras de aquel
autor, el gato, que por cierto nunca bauticé, me miró con cierto aire de
desafío. No presté mayor atención a esa particularidad hasta que un día al
volver de mi paseo mañanero observé al animal en franca concentración sumido en
lo que podría ser la lectura del manuscrito que se hallaba sobre mi escritorio.
Sé que suena inverosímil tal hecho, pero estoy cierto que fue de esa manera.
Espanté
al gato con un empellón, pero él insistía en subir al escritorio y continuar en
la contemplación del escrito de Allan Poe, circunstancia que empezó a cansarme.
Una
tarde, no bien había dado por concluidas mis labores del día y presto a
depositar el consabido original en la caja de resguardo con la que había
llegado desde la universidad de Maryland, el gato se tornó osco y lanzó una
serie de arañazos que logré esquivar. Sin más volví a mis tareas.
Desde
aquel momento, cada que me disponía a trabajar sobre la supuesta obra del
maestro nacido en Boston, el gato se volvió mi sombra. Conforme iba haciendo
mis anotaciones y volvía un folio, el gato mecía su pequeña garra para regresar
la página cuya lectura él no había concluido.
En
este momento, es preciso hacer un alto en mi demencial narración para referirme
al consabido manuscrito cuya autoría, como he dicho, podría atribuírsele a Poe.
El documento narraba sucesos ocurridos en un tiempo inmemorial en Orange Town,
una pequeña villa cercana a Baltimore en la que residían unas decenas de
familias. Un mal día, nadie sabía cuándo ni por qué, llegó una manada de gatos
salvajes que dieron muerte a varios vecinos del lugar. Los pobladores quisieron
ahuyentar a los felinos, pero éstos crecían día con día. Tan pronto mataban a
un gato que en horas llegaban dos o tres o más animales de la misma ralea. Por
las noches sólo se escuchaban los chillantes maullidos de esas pequeñas fieras
y los lamentos de las víctimas de las mortales fauces de sus asesinos. En pocas
semanas los letales intrusos dieron cuenta de los desdichados residentes de
Orange Town y convirtieron esa comarca en su propio reino. Esa
era la historia que Thomas Wilson hizo llegar a mi residencia y que tenía
ensimismado al gato que vivía conmigo.
Días
después, durante una inclemente noche de borrasca en la que los truenos y rayos
colmaron el apacible cielo del paraje escuché extraños ruidos provenientes del
salón. Sólo con el pijama puesto salí al encuentro de aquellos insólitos
sonidos. Allí estaba el gato queriendo abrir el estuche protector del
manuscrito. Al verse descubierto erizó su pelaje, arqueó la espina dorsal y giró
su cuello para que nuestros rostros se encontraran y pude percibir una siniestra
mirada de odio dirigida a mi persona. No tuve más remedio que enfrentar a mi
posible verdugo. Saqué el valioso escrito de su valija protectora y le especté
al demonio representado en esa bestia: «¡Esto es lo que quieres!», al tiempo de
ondear los pliegos frente a la monstruosa mirada del animal.
Corrí
frente a la chimenea que aún conservaba viveza en el fuego de las horas previas
y, sin esperar a que el gato tuviera tiempo de nada, arrojé el pergamino a las
llamas. El gato lanzó un chillido infernal. Miraba en una alternancia
enfebrecida hacia mi persona y hacia las lenguas de lumbre que degustaban la obra
inédita de Allan Poe. Sin pensarlo y ya enloquecido se proyectó al interior de
la chimenea para rescatar los rescoldos de lo que fuera una brillante historia
de muerte. El fuego alcanzó el pelambre de la bestia y empezó a chamuscarlo. Con
el último aliento de vida lanzó el manuscrito dañado fuera del alcance de la
hoguera y luego salió él. Estaba muy mal herido. Puedo jurar que fue y regresó
de la muerte.
Tras
mi negra experiencia y una vez recuperada mi débil cordura, como pude me
justifiqué ante las autoridades universitarias acerca de la desgracia que había
sufrido su preciado pergamino, pero desde aquella infausta noche vivo presa de
un gato maloliente que tiene la mitad del cuerpo calcinado, un ojo tuerto y las
garras finamente afiladas para darme muerte.
Tultitlán, México, 23 de febrero de 2021.