lunes, 14 de agosto de 2023

EL GATO QUE LEÍA A POE

 


EL GATO QUE LEÍA A POE[1]

Mauricio Yáñez

 No podría precisar el momento aciago de mi desgracia. Creo que inició cuando murió Ángela, mi bella esposa, y quedé en la penumbra de la soledad que sentí enquistarse en lo más profundo de mi débil corazón. O quizá fue cuando Alan, mi hijo, decidió quedarse en la ciudad para terminar su especialidad médica sobre algún tipo de cáncer del aparato digestivo y dijo que me visitaría en cada uno de sus periodos vacacionales, situación que al momento no ha ocurrido. O quizá fue cuando compré esta casa y me mudé a ella y descubrí el gato que, en aquel entonces, era su vigilante y único morador, cual si fuera el amo y señor de la propiedad.

                        Desde joven y debido a mi insigne profesión poco a poco me convertí en una celebridad. Mi nombre era reconocido en los lugares más apartados del orbe. Los especialistas del área y de ciencias afines buscaban mi consejo para determinar la valía de una obra antiquísima o el descrédito de la misma. Podría decirse que solía ser el bibliófilo más dilecto de mis contemporáneos. Una especie de anticuario de libros raros y antiguos, ese fui hasta la muerte de Ángela. La desaparición física de mi amada esposa llevó mis ímpetus a dar por concluida mi labor profesional y proponerme un merecido descanso hasta el fin de mis días.

                        Una vez resuelto a la jubilación empleé mis exiguos ahorros en la adquisición de esta vieja casona en un apartado valle en los linderos de un espeso bosque de coníferas. Mi hijo esgrimió ciertos ruegos para que no me hundiera en la soledad a sabiendas que él podría hacer muy poco si se presentaba una urgencia en esa lejanía, pero no hubo discurso que impidiera actuar con celeridad en la mudanza.

                        La finca, aunque antigua, posee el encanto de la quietud. Es de una sola planta y cada una de sus habitaciones resulta suficiente para mis necesidades. El recibidor es espacioso y cuenta con una chimenea que juega un papel fundamental en los días invernales o lluviosos.

                        Desde el día de mi arribo a mi nueva morada me encontré con el gato. De hecho, fue el único ser viviente que percibí en no sé cuántos kilómetros a la redonda. Al principio pensé que pertenecía a alguna familia en la población más próxima, pero su insistencia por permanecer a mi lado hizo que no me ocupara de buscar a sus dueños. Tampoco nadie se presentó a reclamar su propiedad o siquiera preguntar por el animal. No le di ninguna importancia a la presencia de dicha criatura. Se le veía custodiar la puerta de la entrada. Por las tardes se arremolinaba en el tapete de la estancia para disfrutar del fuego de la chimenea. Algunas noches lo descubrí durmiendo sobre mi propio lecho. Ninguna de sus acciones me inquietaba, salvo por un detalle: nunca lo vi probar bocado alguno. Tal como le servía algún alimento el plato quedaba intacto, quise explicar ese hecho dando por sentado que el animal tendría manera de abastecer sus propias provisiones, podrían ser ratas u otro animal del campo, pensé.

                        Una fría mañana de otoño el sonido del teléfono llamo mi atención. Toda vez que yo mismo anuncié mi retiro en los diferentes círculos sociales en que solía moverme, sobra decir que, desde mi mudanza, pocas voces escuchaba. Era el rector de una prestigiosa universidad en Baltimore, Maryland, Estados Unidos. Última ciudad que vio con vida al ilustre poeta estadounidense Edgar Allan Poe.

                        Thomas Wilson era el nombre del académico que hizo la llamada movido por la insistencia de varias personalidades tanto de su propia casa de estudios como de otras universidades. El tema era el siguiente: Habían encontrado un raro manuscrito cuya incierta procedencia podría ser atribuida al creador de El cuervo, algunos caracteres y otras coincidencias en la escritura los llevó a pensar (a Wilson y a otros académicos) que dichos folios bien pudieron haber sido escritos por Allan Poe. Querían mi opinión experta. 

                        ―Pero, señor Wilson, ya estoy retirado. Además, no soy versado en Poe.

                        ―Lo sabemos. Lo que queremos es su opinión sobre los trazos de la escritura, las texturas de los folios, la sintaxis, las tintas empleadas, en fin… No soy yo quien le va a explicar el trabajo que nadie conoce mejor que usted.

                        ―Seguro en los Estados Unidos habrá mejores técnicos y nuevas herramientas que ayuden a clasificar ese manuscrito.

                        ―Lo queremos a usted ―puntualizó.

                        Finalmente acepté. La desgracia tocó a mi vida a partir de la llegada del manuscrito con la supuesta obra inédita de Edgar Allan Poe.

                        Lo primero que hice fue ponerme al corriente con el trabajo del escritor fallecido en 1849 en la vieja ciudad de Baltimore. Hice un viaje relámpago a esa ciudad para conseguir algunos textos de Poe en su idioma original. Quería atrapar el temple que había maneja el ilustre narrador. Lejos estaba de imaginar que ese viaje traería sus propias consecuencias.

                        A mi regreso, al entrar en mi domicilio con el grueso paquete de obras de aquel autor, el gato, que por cierto nunca bauticé, me miró con cierto aire de desafío. No presté mayor atención a esa particularidad hasta que un día al volver de mi paseo mañanero observé al animal en franca concentración sumido en lo que podría ser la lectura del manuscrito que se hallaba sobre mi escritorio. Sé que suena inverosímil tal hecho, pero estoy cierto que fue de esa manera.

                        Espanté al gato con un empellón, pero él insistía en subir al escritorio y continuar en la contemplación del escrito de Allan Poe, circunstancia que empezó a cansarme.

                        Una tarde, no bien había dado por concluidas mis labores del día y presto a depositar el consabido original en la caja de resguardo con la que había llegado desde la universidad de Maryland, el gato se tornó osco y lanzó una serie de arañazos que logré esquivar. Sin más volví a mis tareas.

                        Desde aquel momento, cada que me disponía a trabajar sobre la supuesta obra del maestro nacido en Boston, el gato se volvió mi sombra. Conforme iba haciendo mis anotaciones y volvía un folio, el gato mecía su pequeña garra para regresar la página cuya lectura él no había concluido.

                        En este momento, es preciso hacer un alto en mi demencial narración para referirme al consabido manuscrito cuya autoría, como he dicho, podría atribuírsele a Poe. El documento narraba sucesos ocurridos en un tiempo inmemorial en Orange Town, una pequeña villa cercana a Baltimore en la que residían unas decenas de familias. Un mal día, nadie sabía cuándo ni por qué, llegó una manada de gatos salvajes que dieron muerte a varios vecinos del lugar. Los pobladores quisieron ahuyentar a los felinos, pero éstos crecían día con día. Tan pronto mataban a un gato que en horas llegaban dos o tres o más animales de la misma ralea. Por las noches sólo se escuchaban los chillantes maullidos de esas pequeñas fieras y los lamentos de las víctimas de las mortales fauces de sus asesinos. En pocas semanas los letales intrusos dieron cuenta de los desdichados residentes de Orange Town y convirtieron esa comarca en su propio reino. Esa era la historia que Thomas Wilson hizo llegar a mi residencia y que tenía ensimismado al gato que vivía conmigo.

                        Días después, durante una inclemente noche de borrasca en la que los truenos y rayos colmaron el apacible cielo del paraje escuché extraños ruidos provenientes del salón. Sólo con el pijama puesto salí al encuentro de aquellos insólitos sonidos. Allí estaba el gato queriendo abrir el estuche protector del manuscrito. Al verse descubierto erizó su pelaje, arqueó la espina dorsal y giró su cuello para que nuestros rostros se encontraran y pude percibir una siniestra mirada de odio dirigida a mi persona. No tuve más remedio que enfrentar a mi posible verdugo. Saqué el valioso escrito de su valija protectora y le especté al demonio representado en esa bestia: «¡Esto es lo que quieres!», al tiempo de ondear los pliegos frente a la monstruosa mirada del animal.

                        Corrí frente a la chimenea que aún conservaba viveza en el fuego de las horas previas y, sin esperar a que el gato tuviera tiempo de nada, arrojé el pergamino a las llamas. El gato lanzó un chillido infernal. Miraba en una alternancia enfebrecida hacia mi persona y hacia las lenguas de lumbre que degustaban la obra inédita de Allan Poe. Sin pensarlo y ya enloquecido se proyectó al interior de la chimenea para rescatar los rescoldos de lo que fuera una brillante historia de muerte. El fuego alcanzó el pelambre de la bestia y empezó a chamuscarlo. Con el último aliento de vida lanzó el manuscrito dañado fuera del alcance de la hoguera y luego salió él. Estaba muy mal herido. Puedo jurar que fue y regresó de la muerte.

                        Tras mi negra experiencia y una vez recuperada mi débil cordura, como pude me justifiqué ante las autoridades universitarias acerca de la desgracia que había sufrido su preciado pergamino, pero desde aquella infausta noche vivo presa de un gato maloliente que tiene la mitad del cuerpo calcinado, un ojo tuerto y las garras finamente afiladas para darme muerte.

 

 

Tultitlán, México, 23 de febrero de 2021.



[1] El gato que leía a Poe, fue publicado por la Editorial App Ipstori, en abril de 2021.