La musa[1]
Mauricio Yáñez
Conocí
al famosísimo escritor Xavier Barrios una calurosa noche de septiembre. Nuestro
primer encuentro tuvo lugar en la ancestral Sociedad de Escritores. Él
participó con una bella disertación sobre la compleja estructura del cuento. Cuando
concluyó el acto me acerqué hasta donde reposaba su gruesa figura, quería
comentarle dos aspectos que manejó en su ponencia y en los cuales yo difería,
resolvimos cenar juntos.
Con el nacimiento de
nuestra amistad se eclipsaron algunos amigos que aún hoy recuerdo. Barrios se
transformó en una extraña circunferencia en la que yo era el núcleo. Sus
interminables monólogos sobre historia y literatura, así como las ilustrativas
reseñas de sus viajes, me cansaban de grata satisfacción.
El día de nadie se
presentó ante mí más ebrio que lo usual y, con ese tono tan suyo, me dijo que lo
acompañara a donde su musa. El lugar era oscuro, triste, casi frío. Una
mariposa con su delicado paso cortaba la penumbra. Ahí estaba, era una mujer de
apariencia helénica, de belleza lejana y perenne, Xavier hizo que me sentara en
el diván e inició una accidentada narración sobre su relación con mi
desconocida.
La conoció una tarde de
invierno en las afueras de la antigua Roma, en la casa de Aldo Rossi, el
ensayista prolífico. Poseedora de una imaginación vastísima, se enamoró de
ella, pero no con el deseo de la carne sino más bien con un amor filial, de
compenetración espiritual, trocaba todas las historias que ella comentaba en
verdaderas obras novelescas, de ahí el origen de su renombre como escritor, en
cuanto tuvo oportunidad la raptó, se la robó para él. En esos momentos y sin
saber por qué sentí una infinita lástima por mi amigo.
A partir de aquel día
las tardes las pasábamos en la cueva de la musa, tomando apuntes de todo lo que
ella nos decía, redactando las fantasiosas historias que narraba. El prestigio
de Barrios se mantuvo y el mío comenzó a aparecer dentro de los círculos
literarios.
Sin ningún anuncio un
mal día la musa desapareció, confinándonos a un silencio avasallador, cubriendo
nuestro entorno con una oscuridad inmisericorde.
Barrios bebió hasta la
locura, provocando su muerte creativa, asesinando al escritor, yo me comporté
de una manera cobarde buscándola hasta en el rincón más incierto, sin
encontrarla jamás.
Por eso, cada que el
calendario deja caer el amanecer del día 25 del séptimo mes, regreso a este
santuario a rendir tributo a la imaginación, esperando verla entrar por aquella
puerta de color azul fuerte.
Cd.
de México, septiembre de 1996.
[1] Publicado en el
Boletín Cultural ENAH. Órgano informativo y cultural de la Escuela Nacional de
Antropología e Historia. Junio de 2002. Página 16.