Lectura Dramatizada de la novela Elogio a la oscuridad en el Centro Cultural José Emilio Pacheco de Tlalnepantla. 28 de septiembre de 2023
ELOGIO A LA OSCURIDAD
Mauricio
Yáñez
El cuerpo de Benjamín Jurado
se balanceaba en el aire, se había colgado con una soga amarrada al cuello. Quedó suspendido, en espera del fin de los tiempos, como fruto prohibido
del árbol del bien y del mal de un paraíso apócrifo. En los jardines que rodean la residencia, yacía sin vida quien fuera una de las
personas de mayor
confianza del poeta
Horacio San Martín.
Becarios y trabajadores de la residencia lo mirábamos atónitos, hipnotizados, fijos en el detalle del instante eterno.
Nuestras miradas se
concentraban en ese
único punto de un escenario macabro, expectantes de ese mudo monólogo
de la muerte. El aire se llenó
con un intenso aroma de
eucaliptos y encinos. Fragantes rastros de la vida en aquella finca.
El rostro
estaba hinchado por la asfixia, presentaba una
tonalidad gris, casi azul. La lengua se dejaba entrever
en esa boca sin vida, y sus ojos seguían abiertos,
sin ningún matiz,
sólo abiertos, ajenos a cuanto había a su alrededor.
Lejos había
quedado el rostro de Benjamín Jurado que me
tocó ver en el pasado cercano, adusto, casi sombrío, consciente de su oscuro
papel en la segunda línea. Volví a ver a Jurado la noche en que su cuerpo pendía de una soga, en los confines
de un lejano municipio del
estado de México.
No obstante,
de ser mi oficio escritor
de novela negra, por ende, acostumbrado a tópicos de sangre,
estaba impresionado con ese cuerpo que nos miraba desde su más allá.
Desde otra parte de la residencia provenía el sonido de
ladridos de unos perros, se les escuchaba llenos de ansiedad. Era una
noche fría la que Jurado
escogiera para morir. Soplaba una menuda brisa
intermitente, a manera de golpe de
mar, que alcanzaba para darle calidad de péndulo
humano al cuerpo del infortunado Benjamín. Llamó mi atención que, pese a que
esa tarde cayó una fuerte lluvia, el occiso no llevara zapatos y sus pies apenas presentaran unas
manchas de lodo en los talones. Algunos
de los allí presentes descolgamos el cadáver.
El poeta Xavier Robles,
se notaba afectado, tenía la
mirada extraviada y el habla entrecortada, tomó mi brazo y entre murmullos
alcanzó a decirme:
―Apenas ayer hablé con él ―al tiempo de dirigir la mi rada al cuerpo sin vida de Benjamín―.
Estaba muy abatido por la muerte de
San Martín ―Xavier Robles llevaba dos semanas en la residencia―. Benjamín
ya no se sentía satisfecho aquí. En los días pasados me dijo que estaba buscando otras opciones. ¡Cuánta
soledad, carajo! ―enfatizó
Robles. Metió sus manos en los
bolsillos de su chamarra y volvió a mirar el cadáver.
―Xavier, ¿tú
crees que esa insatisfacción que padecía Benjamín, de la que hablas, podría impulsarlo a suicidarse?
―No lo sé, a mí me pareció que no estaba
conforme con su situación aquí en la finca.
―Ya sabes lo
que dicen los sicólogos, un suicida, casi siempre
anuncia sus planes a las personas que están cerca de él. Quizá lo que te dijo de eso se trataba, ¿no crees?
―Si fue el caso, no supe interpretarlo ni prestarle ayuda ―el poeta se mesó el cabello
y ajustó sus gafas.
A lo lejos, se
escuchó el silbato de un tren de carga que pasaba cerca de los dominios de aquella casona.
En la residencia, bien se podía medir
la marcha del tiempo con el paso de los trenes que llegaban
a la estación de Irolo, muy cercana al poblado de Xala.
«¡Llamen a la policía!», escuché decir detrás
de mí, sin identificar al dueño de la voz que a gritos
pedía que llamasen
a la policía.
El maestro
Aníbal Sánchez tomó control de la situación. Su rostro se veía atravesado por la irritación que provoca la impotencia. A la muerte del
maestro San Martín, Aníbal Sánchez, poeta
y ensayista, además de gran amigo del fallecido
autor, era quien hacía funcionar la logística de la residencia.
―¿Por qué a la policía? ―dijo
sin levantar la voz, pese a su propio nerviosismo―. No, llamaremos
al Dr. Castillo para que nos extienda el certificado de defunción correspondiente y, ya mañana, haremos los
servicios fúnebres y le daremos sepultura.
Aníbal Sánchez
caminó unos pasos y se acercó a la señora Isabel Lagunes, la viuda de
Horacio San Martín, quien permanecía un poco alejada del corrillo e hipaba, lloraba
quedito. Tenía los brazos cruzados
en el pecho, como si quisiera atrapar un resquicio de calor y mantenerlo para sí. Seis meses atrás perdió a su marido. Uno de esos infartos
al corazón, en ese caso fulminante, acabó con la vida del poeta. El mundo literario se conmocionó. En aquel
momento se presentaba esa situación,
una de las personas más cercanas a San Martín se quitaba la vida, quizá no pudo
con el peso de la ausencia
y prefirió salir, así sin más.
―Por favor, que alguien
vaya a calmar a los perros ―solicitó
Isabel Lagunes―. Benjamín quería mucho a los perros, sobre todo al Spanky.
Mientras tanto,
el poeta Aníbal
Sánchez, solicitó el apoyo de los que allí estábamos
para trasladar el cuerpo de Benjamín al dormitorio que ocupara el occiso.
El
doctor Ángel Reverendo Castillo, examinó el cadáver de Benjamín Jurado. El cadáver estaba sobre su propia cama, parecía dormido, y con los ojos ya cerrados.
El facultativo
tardó tiempo en revisar y en hacer algunas pruebas a los restos mortales de
Jurado, algo encontrado en el occiso
le preocupaba. Cuando concluyó de examinar el
cuerpo, se quitó los guantes de látex y se desprendió del tapabocas. Por fin habló, se dirigió
sólo a Aníbal Sánchez.
―Lo siento
maestro ―hablaba con deferencia
al poeta―, creo que tendrá que llamar a la policía. No obstante, de no ser
un perito, noto
algunos signos que me llevan
a pensar que Benjamín ya estaba
muerto cuando lo amarraron a ese árbol.
La conclusión del médico dejó sin habla tanto a la dueña de la residencia como al administrador de la misma.
Cuando el galeno vio el desconcierto en el rostro de ambos interlocutores
fue más enfático.
―Es decir, no puedo extender un certificado de defunción, lo que estoy diciendo es que esto no es un suicidio
―señaló con la mirada el cuerpo del difunto―. ¡Aquí se produjo un crimen!
Llegó una patrulla del municipio
de Otumba. Eran sólo cuatro elementos comandados por el detective de homicidios Marcelo
Nery, los tres oficiales
eran Tadeo, José Trinidad y José Inés,
estos últimos hermanos.
Marcelo
Nery llegó a la residencia sin estridencias
ni relumbres innecesarios. Al revisar el cadáver, Nery Rangel consideró
indispensable la presencia de un equipo técnico del servicio forense, por lo
que hizo un par de llamadas.
Esa misma noche, se llevaron a cabo
los primeros interrogatorios. Me llamaron, tomé una taza con café y caminé
rumbo a la sala. Nunca había estado tan cerca de una experiencia real como lo estaba en ese momento. Podía
sentirme afortunado de presenciar un interrogatorio efectivo, pero no podía soslayar el hecho de que el
interrogado, en esa ocasión, sería yo.
―Siéntese ―dijo Nery sin ninguna emoción en la voz―. Diga su nombre, ocupación y qué hace usted
aquí.
Miré al
detective, pude notar en su mirada un cansancio añejo, ojos de un color marrón sucio.
Vestía de paisano,
con una chamarra de piel ya gastada por el uso. Pensé que tenía poco más de cuarenta
años, delgado, moreno, de manos fuertes y dedos largos,
la barba de dos o tres días sin afeitar, con el pelo todavía
negro y un poco crecido,
le llegaba a la base del cuello.
―Soy Fernando
Beltrán, novelista y estoy aquí porque fui beneficiado con una beca para escribir
una novela.
―¿Dónde estaba usted cuando
descubrieron el cadáver? ―el rostro del policía no delataba sus pensamientos.
―Aquí, en el salón del otro lado, en la reunión
de introducción para los nuevos becarios. Llevaba apenas unas horas de haber llegado a la residencia.
El
interrogatorio transcurría en el mismo tono como yo lo plasmaba en mis novelas.
¡Qué sensación!
―¿Conocía al señor Jurado?
―De trato,
no. Sí lo había visto un par de veces
en eventos literarios, siempre con el
maestro Horacio San Martín, pero nunca crucé palabra
con él.
Cuando escribí
mi primera novela
policíaca, pedí el apoyo de una unidad
de homicidios en la Ciudad
de México. Se me permitió estar cerca de ellos un par de noches, sólo para
que pudiera percibir la rudeza de ese trabajo. Una de las cosas que
mejor aprendí fue que, en un interrogatorio, nunca debes contestar lo que no te preguntan, en otras palabras:
concrétate a ser directo
y breve en tus respuestas. Nunca sabes si una palabra de más
pueda ser perjudicial para ti mismo.
―¿Conoce usted
a las otras personas que están aquí, en la finca? ─seguía
el detective Nery en su tono impersonal.
―Bueno…, a varios de ellos sí, me refiero
a las escritoras y escritores. Al personal que labora aquí no lo conozco con excepción del maestro
Aníbal Sánchez y la señora Isabel Lagunes, la viuda del poeta San Martín.
Mientras estuve
en el interrogatorio no fumé, tenía un ligero temblor en las manos y no quise que
el detective lo notara, podría mal interpretar ese nerviosismo. Uno de los oficiales vino a decirle
que había llegado
el equipo del servicio forense y el Ministerio Público para hacer el
parte oficial, que requerían su presencia en la habitación de Jurado.
―Gracias
por su cooperación señor,
eh... Beltrán ―tuvo que apoyarse de sus notas porque
no recordó mi nombre―.
Más tarde le llamo para continuar
nuestra charla ―se dirigió
hacia mí, pero ya iba de salida del salón. No esperó mi respuesta.
La mañana de ese lunes nos encontró
en la sala de la residencia. Debido
a la espera, el tiempo
se nos hizo eterno. Nadie quiso regresar a su habitación, había una sensación de nervio colectivo. Algunos salimos al
patio para recibir el aire fresco del amanecer, el sol apenas se dejaba ver en el oriente,
por detrás de los cerros.
En el cielo las nubes presagiaban lluvia vespertina.
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El día moría poco a poco. Salí a caminar, la lluvia se dejaba sentir en el exterior
de la residencia. Un sentimiento de inquietud atenazaba mi ánimo. Por extraño que pareciera, el detective de
homicidios me había puesto en el
primer lugar de su lista de sospechosos, debido a una reacción instintiva,
espontánea y casi de supervivencia «qué estupidez», pensé. Si Benjamín hubiera estado vivo en el momento
que llegamos a él, no descolgarlo hubiera sido condenarlo a la muerte; ese titubeo, no lo quería
en mi morral de vida; así que, estaba
satisfecho con mi proceder y el de la mayoría de mis colegas.
De momento, y pese a mi propia turbación, podía sortear
la amenaza del policía.
Era inocente de cualquier imputación que se quisiera
poner en mi contra.
Los incipientes indicios parecían indicar que, la muerte de Benjamín,
se trataba de un asesinato y no de un suicidio. Era claro que una presencia
maligna y desequilibrada estaba en la residencia provocando miedo, y lo estaba logrando.
¿Qué motivaba su proceder o razones para actuar como lo había
hecho? ¿Por qué Benjamín resultó
ser una víctima a modo para zanjar sus necesidades? ¿Quién
estaba detrás de estos acontecimientos? «Menuda tarea le espera al detective Marcelo
Nery», pensé, y volví
a la finca.
La sala
Rosario Castellanos era confortable, espaciosa, con muy buena ventilación. Había
un mural con motivos selváticos e indígenas, a manera de homenaje a la creadora
de obras como Balún Canán y Oficio de tinieblas.
A la hora indicada
para el inicio
de la reunión nos
percatamos que el maestro
Aníbal Sánchez y la señora
Isabel Lagunes no estaban en
el lugar, tampoco estaban dos becarios, una era la poeta Emilia Alanís y otro el dramaturgo Óscar de Paula. Sánchez
y Lagunes se incorporaron enseguida.
Tocó mi turno y lo aproveché
para exponer el proyecto que me había posibilitado estar en la residencia. Hablé de
los avances de mi novela y de las características generales del
personaje central, así como de la información a la que había
tenido acceso. Este fue el resumen
inicial que presenté:
Martha Lilia Sanginés
Cadena, oriunda de la Ciudad
de México, nació en el mes de septiembre de 1860, año en que el presidente Benito Juárez publicó,
en la ciudad de Guanajuato,
las llamadas Leyes de Reforma. Sanginés
Cadena fue hija de un reconocido médico de la capital del país, el doctor Juan de Dios Sanginés
y Bravo y de doña María del Rosario
Cadena Olivo, ambos de buenas familias. Lo convulso de la situación en el país en esa época
trajo consigo desorden
en distintos departamentos de
la vida pública, tan es así que los índices
de criminalidad van creciendo día con día que, ni con el establecimiento del ejército imperial
(1863-1867), los robos y crímenes en la ciudad disminuyen.
Para esos años, la Ciudad de México, era una
mar de fetidez, las tardes permeadas de los nauseabundos olores de los ríos que la circundaban provocaban que los habitantes anduvieran con la nariz
constipada. Los enjambres de
mosquitos que llegaban desde las zonas templadas de las regiones del sur de
México, todo el tiempo tenían
a los niños llenos de salpullido
e infecciones en la piel. Las calles se abarrotaban de borrachines que las ocupaban tanto de
sanitarios como de
dormitorios. Martha Lilia vivió sus primeros
años dentro de ese bullicio, suciedad y desorden, pero bajo el cobijo del seno familiar que le procuraba
abrigo y tranquilidad.
En medio de las continuas asonadas
y revueltas, una noche de octubre de 1867 fue asesinado el doctor Sanginés
y Bravo.
De un día para otro, la señora
Rosario Cadena Olivo se encuentra
con su marido muerto y sin el apoyo de su familia quien había perdido todos sus bienes debido a las revueltas, tanto en la capital como en las provincias. Mujer de
veinticinco años, acostumbrada a las maneras
de la buena crianza, decide
buscar partido entre sus antiguos
pretendientes que le hacían
la ronda, incluso
en vida del doctor Juan de
Dios Sanginés.
Los tiempos
políticos y económicos no eran los mejores
para una mujer sola con una hija de siete años que, si bien ya era viuda, sus mejores gracias ya habían quedado atrás. Los
apoyos recibidos eran a cambio de los
restos de su juventud, nadie le ofreció emprender
una nueva vida en matrimonio y tuvo que conformarse con dádivas ocasionales.
En su
caída arrastró a Martha Lilia, su
única hija, cuya niñez terminó
el día que la madre la ofreció
a cambio del pago de varios
meses de renta por la casa
que rentaban en los rumbos del poblado de Santa
María la Ribera que recién iniciaba
por esos años.
En 1875 casi con quince años de edad y después
de varias experiencias traumáticas, Martha
Lilia se casa con Pedro Valdivia, hijo de un
próspero tablajero de los mismos rumbos donde
vivían las mujeres. Para ese momento de su vida, ya no había lozanía en aquella piel adolescente,
incluso la cara interna de su muslo derecho presentaba las marcas de las quemaduras de cigarro que uno de sus
amantes le infringió a manera de diversión. Sanginés
no amaba al marido, pero era la única
manera de escapar de su madre.
Dos años habían pasado,
la unión de los jóvenes iba más o menos bien hasta
el día que un médico les anunció que no podrían ser padres dado que en una de las experiencias sexuales que en su infancia
tuvo la mujer, le habían perforado
el útero y se lo habían dañado.
Ese día cambió la vida de Sanginés Cadena, porque Pedro, su marido, empezó a beber de
una manera desordenada. Intoxicado le exige que le cuente
hasta el más mínimo
detalle de sus experiencias con otros hombres. Martha Lilia se niega a
revivir cada uno de esos momentos
que ya había enterrado en lo
más oscuro de su pasado,
Valdivia golpea a la joven, incluso
le causa heridas graves. Con cada borrachera
una nueva golpiza, así transcurren los
meses hasta que se agota la resistencia de la mujer, el poco amor y respeto que
sentía por su marido se los llevó el humo del alcohol.
En
octubre de 1877, cansada del maltrato y los abusos en su contra, con diecisiete
años de vida, Martha Lilia Sanginés
Cadena asesina a Pedro Valdivia. Esa noche, su marido llegó
borracho, empezó con la retahíla de insultos
hasta el hartazgo, con ese sonsonete estuvo hasta quedarse
dormido, momento que la joven aprovechó para cometer el homicidio. Se durmió sentado
frente a la mesa del exiguo comedor.
Sin medir el riesgo ni las consecuencias, Martha Lilia tomó una de sus raídas medias, la enredó en el
cuello del esposo y apretó, apretó hasta que las manos le dolieron, no supo el momento
en que Valdivia perdió la vida.
En la madrugada, esperó el paso del sereno, con dificultad sacó de su casa el cuerpo del difunto y lo arrastró
hasta alejarlo una distancia
considerable de su propia vivienda. Al pie de un árbol dejó el cadáver y regresó a su domicilio. Pese al frío de la noche, Martha Lilia llegó a la
vivienda bañada en sudor, estaba hecho. «Que Dios se apiade de su alma», dijo y se fue a dormir.
La mañana siguiente, cuando
la policía tocó la puerta de su casa para anunciarle
del hallazgo del cuerpo sin vida de
su marido, Martha Lilia se volvió un mar de lágrimas, los agentes le dieron el pésame y le
indicaron que podía pasar a recoger
el cuerpo en la morgue de la ciudad. Con todo, y pese al
trauma, experimentó un sentimiento de liberación.
―Por favor
Fernando, podríamos continuar
con su relato en otra sesión
―me interrumpió la viuda de San Martín―. En este preciso momento no me encuentro
con el mejor ánimo para seguir la narración. Pero asumo que su novela
será de lo más interesante. Agradezco su comprensión.
La mañana del miércoles tres de septiembre tuvo su propia sorpresa. La mayoría de los becarios
desayunábamos cuando por el pasillo central vimos el regreso a la residencia de la poeta Emilia Alanís
y el dramaturgo Óscar de Paula, ambos eran
escoltados por la policía municipal. Se les miraba un rostro demacrado. Posteriormente supimos que, la noche previa,
ambos habían sido requeridos
por la policía e interrogados por Marcelo Nery, en la comandancia de Otumba.
A Óscar de Paula lo encontraron en un restaurante del centro de la capital
departiendo alegremente con gente de teatro. Enorme
fue su sorpresa cuando lo subieron al auto patrulla
y se percató que Emilia Alanís estaba abordo, ésta lo abrazó con emoción. Alanís le comentó al dramaturgo
que fueron a su casa por ella,
que no valieron las súplicas
ni de ella ni de su esposo.
Según la policía tenía que regresar a la residencia y aclarar su huida, le dijo.
―¿Cuál huida?
―preguntó De Paula.
―No sé, pero eso fue lo que me dijeron.
El detective
Marcelo Nery estuvo
conversando con ellos,
cada uno por separado. Les explicó las circunstancias del caso,
en un tono amable pero que no admitía un “no” por respuesta,
les exigió regresar a la residencia esa misma noche.
Yo me aparté del grupo y dirigí mis pasos
rumbo a la biblioteca José Revueltas
para preparar mi siguiente intervención, si es
que había una nueva reunión general de exposiciones. En ese momento,
y en honor a la verdad, el caso de Martha Lilia Sanginés Cadena,
La Dama de Seda, ocupaba todo mi tiempo.
La pesada loza de saberse
vigilado por un par de oficiales de la policía sí era una molestia, pero
con el mejor de los ánimos lo dejamos pasar.
La bibliotecaria
era una mujer inteligente y culta, dispuesta
a prestar el mejor servicio
a los usuarios: la joven señora Cecilia
Romo. Me presenté con ella.
―Lo que se le
ofrezca, maestro Beltrán ―dijo muy comedida la señora Romo―. También puede
hacer aquí las impresiones que necesite.
La tranquilidad
del ambiente en la biblioteca me envolvió. Me acomodé en una de las mesas de trabajo, coloqué mi computadora portátil y me dediqué a trabajar apuntes para la novela que estaba preparando.
Pasaron un par de horas y la única interrupción en mi labor era cuando tenía que rellenar
mi taza de café. No sentí cuando Cecilia Romo llegó hasta mi lugar,
permaneció unos minutos en silencio y
esperó que volteara, pero no sucedió, de manera que tuvo que llamar mi atención con un ligero toque en mi hombro.
―Maestro Beltrán, perdón que lo interrumpa, lo llaman para una nueva reunión
con la policía ―lo dijo sin alarma,
pero en tono imperativo―. Los demás ya están en la sala Castellanos.
―Cecilia,
¿puedo dejarte mi USB para que me hagas una impresión? De la página
veintisiete en adelante.
Gracias.
Llegué cuando
Marcelo Nery informaba sobre algunos de
los resultados de laboratorio. Se confirmaba el homicidio de Benjamín Jurado y por
consiguiente la investigación en la residencia continuaría.
―Como lo que
voy a preguntar involucra a más de uno de ustedes haré la pregunta al aire:
¿Quién ordenó que alterarán la escena de un crimen y descolgaran el cuerpo del
señor Jurado? ―pese a que él mismo lo dijo, la pregunta
la hizo para todos, pero su
mirada estaba puesta sobre mí.
Nadie hizo o dio a entender que tenía intenciones de contestar.
―¿Se
entendió la pregunta? ―la mayoría asentimos con un movimiento de cabeza―. Por favor, me gustaría conocer
sus comentarios al respecto.
La novelista Karla Silva tomó la palabra.
―Tratábamos de ayudar a Benjamín ―fue la misma respuesta que yo había dado cuando me lo preguntó directamente.
―No fue lo que pregunté sino ¿quién dio la orden?
―Nadie, fue una reacción espontánea ―era Lorena Aboytes, la guionista de cine, quien intervenía―.
Todos estábamos muy nerviosos y lo único que se nos ocurrió
en ese momento fue ayudar a Benjamín. No sabíamos que ya estaba muerto.
Lo supimos cuando
descolgamos el cuerpo.
La poeta Emilia
Alanís rompió en llanto. La habían sacado de la cama para la reunión, estaba agripada por el frío y la humedad de la noche en vela, sus nervios no
resistieron. Óscar de Paula la abrazó con afecto.
Marcelo Nery nos informó que, con la
finalidad de recabar nuevas pistas, un grupo de técnicos forenses harían una
inspección en la residencia.
Tocaron en la puerta de mi habitación, abrí y me percaté que procedía la revisión de mi
dormitorio. Una mujer policía haría
el registro.
Llegó al
closet y bajó prenda a prenda, camisas, pantalones, suéteres, y dos chamarras. Buscó también en mi maleta
de viaje, vi que algo extrajo de la maleta. Eran unas medias.
―¿Son suyas?
―preguntó.
―No ―respondí.
Mediante un
aparato de intercomunicación llamó al detective Marcelo Nery quien casi al instante llegó hasta la habitación. El detective de homicidios se colocó en las manos unos guantes de cirujano y examinó la prenda. Terminada la revisión, volteó
hacia su colega,
la mujer ya tenía preparada una bolsa de plástico que
servía para aislar de posible contaminación las pruebas
que localizaran.
―Sí, podrían ser el arma homicida con la que asesinaron al señor Jurado.
¿Con unas medias mataron a
Benjamín? No podía creerlo. Y luego, ¿qué hacían en mi dormitorio?
Al tiempo de quitarse los guantes de las manos y guardarlos en
la bolsa de su chamarra, Nery volteó hacía el quicio de la puerta
donde yo permanecía de pie y, aguzando su penetrante mirada
de sabueso, dijo:
―Ahora sí,
señor escritor, usted tiene mucho que explicarnos.
La
voz del detective llevaba una acusación implícita acerca de una probable
responsabilidad mía en el asesinato de Benjamín. No pudo disimular, ni siquiera lo intentó, un acento de satisfacción en sus palabras.
Pasé una noche de locos, en la
sala Rodolfo Usigli el
detective Marcelo Nery y otros dos policías me interrogaron
por tres o cuatro
horas. Me acosaron con preguntas: ¿Qué cuáles eran mis motivos para matar a Jurado? ¿Cómo fue el
asesinato? ¿Desde cuándo lo había yo planeado? ¿Qué tipo de relación sostenía con Benjamín? ¿Quiénes eran mis
cómplices? No lo conozco, no lo maté,
no tengo motivos, nadie es cómplice de nada. Ninguna
de mis respuestas satisfacía su urgencia o necesidad de encontrar un culpable. Preguntaba uno y luego volvía a preguntar otro. ¿Qué
motivó mi decisión para empujarme a un
crimen? ¿Quería sentirme como uno de los personajes de mis libros? Era claro el proceder de los policías, querían que me quebrara y me
inculpara de un crimen que no había cometido, ellos apostaron al desgaste; yo,
a mi inocencia.
A pesar de mis respuestas negativas, en el rostro
del detective Marcelo
Nery se trazaba una línea de complacencia, en pocas horas de
investigación había localizado una prenda que podría haber sido el arma homicida.
Salí de la sala, en medio de un sentimiento de desamparo y pesadumbre, los policías parecían acechar para inculparme en ese asesinato.
Caminé meditabundo rumbo al árbol en el que colgaron
el cuerpo de Benjamín, llegué
completamente mojado frente al inmenso pirul. Percibí los aromas
de la noche. En medio de esa mixtura aromática, pregunté, pero sólo el viento escuchó:
¿Qué te pasó Benjamín? ¿Te mataste o te asesinaron? En cualquier caso, ¿por qué?
Llegué a mi habitación en busca de refugio y calor,
me quedé dormido casi en seguida. En la madrugada escuché
ligeros golpes en la puerta.
Alguien tocaba, pero no quería llamar la atención de los demás huéspedes, entre sueños me levanté y percibí el sonido
de unos pasos que se alejaban a la carrera. Abrí la puerta, nadie en el corredor, fui a la escalera, pero
tampoco vi nada, regresé al dormitorio. En el piso había un papel de uso
corriente, lo levanté y leí el contenido:
Busca en las letras del pasado
En ese
momento me sentí como personaje de novela de misterio. ¿Qué pasaba en la residencia? Horas antes, en
mi habitación, aparecieron unas medias que me ponían como sospechoso número
uno de la muerte de Benjamín. Aún con ese problema encima,
alguien me había dejado
un mensaje que no me decía nada, pero suponía estaba relacionado con el asesinato
del colaborador de Horacio San Martín. ¿Quién me utilizaba como
carnada y por qué? ¿Quién manipulaba los acontecimientos? Preguntas que me obligaban
a buscar respuestas y sabía que las mismas se hallaban allí, en la residencia. Ya no pude dormir más. En mi
mente estaba grabada la oscura frase del mensaje anónimo: Busca en las letras del pasado. ¿Qué buscar y en
qué letras? Ése era mi dilema.
«¡No quiero ir a la cárcel por un crimen que no cometí!», dije en voz alta.